miércoles, 24 de febrero de 2021

prueba

Resulta que escribí un segundo libro. Esto es un fragmento de un capítulo, que vendría siendo la pruebita que te dan para que te animes a comprar un taco de cualquier cosa. Un taco mexicano, no español: 

 

Cómo es difícil desacostumbrarse a una persona. Intentar desacostumbrarte a lo que era tu vida, a quien abusando del cliché, también era tu vida. ¿Cuántas veces se lo habrás dicho, en cuántas formas? Con cuántos mensajitos de celular, con cuántos besos de emoticón, con cuántos ridículos complementos de miel que no empalagaba, pero cuya acumulación ahora te pesa tanto. Cómo intentar vivir cada día luego de saber que el sueño que creías cumplido no será más que una anécdota más de un amor más en un tiempo pasado. Que ese al que creíste tu hombre no fue el amor de tu vida ni tu media naranja ni tu alma gemela; ya no es nada. Cómo tirar el complejo tejido hecho de tantas hermosas casualidades a la basura. Así nada más.

Cómo enfrentar los ojos de tu madre que siempre dijo que ese hombre no era para ti. Cómo enfrentar los reproches que no se puede guardar sin querer mandarla a la mierda. Cómo tener la fuerza para no echarle en cara sus rotundos fracasos, con la huida de tu padre como cereza del amargo pastel, como la cátsup de la putrefacta hamburguesa. Cómo poder guardar silencio, intentar ser mejor que ella y no echárselo a la cara, restregárselo, paladeando la dulzura de la revancha. Cómo desechar la necesidad de esas pequeñas venganzas que dan tanto sentido a la existencia sin sentir una especie de vacío en el pecho.

Aquí están todos los lugares, con todos sus rincones, con todos sus recuerdos que no acumulan polvo. Ahí están todas las películas, con todos sus actores, con todos sus diálogos que no envejecen… pero sin él. Sin su abrazo, sin su comentario preciso o irrelevante; sin su vulgaridad incoherente (para ti), sin las risas compartidas entre los brazos del otro; sin ese roce de su miembro ya erecto luego de sólo unos cuantos besos y caricias. También, el arrepentimiento por no haber cedido tantas veces al deseo manifiesto, por tantos prejuicios acumulados, por pensar que no vas a estar cogiendo todo el tiempo porque no somos animales y el amor debe ser más que eso; y todas las culpas que la iglesia y tu madre te pusieron encima pero que parece has decidido cargar contigo.

Y podrías escapar a otra ciudad y convivir con otras personas y caminar otras aceras y gritarle en otras calles atestadas de coches a todos y a nadie. Y ver otras películas, con otras personas, en otros sillones, y ceder a nuevas caricias e intentar dormir los prejuicios y las culpas. Pero aun así te quedaría la música, que te persigue con su insoportable melodía llena de estribillos torturantes. Y una vez más, qué importa que sean nuevas canciones si casi toda la música habla de extrañar a alguien, que ya no está, que nunca estuvo, que jamás estará. Qué importa: te extraño, te amo, te necesito, eres mi vida, eres mi sol, eres mi todo… El cuento es el mismo. Parece que a todos nos duele en los mismos sitios.

Qué jodido es darte cuenta de que el sexo puede ser tan desagradable. Sólo un acto mecánico sin conexión aparente, consumido por la lujuria acumulada que lo precipita en pocos segundos, pero magnificando el alarido del mastodonte que esperas te retire sus ahora inmundas carnes lo antes posible. ¡Esto no era tener sexo, con una mierda! Besos apurados de deseo impuesto mientras caen las ropas, sin pizca de pasión, con un acartonado entusiasmo prestado, en todo caso; aquella ternura cachonda sería pedir demasiado. Manoseos torpes que no dicen nada, te aprieta por aquí, te lame por allá, te muerde donde no debía; sin la fuerza necesaria o lastimándote. Si no estuvieras tan resignada lo habrías parado en seco y le habrías pedido que se fuera, pero deseabas que el coito fuera al menos agradable, que su torpe deseo lo estimulara a lucirse un poco. Era un desahogo imperioso, debía serlo al menos. Qué diría tu madre si te viera, si supiera que decidiste encamarte casi con el primero que demostró ser menos imbécil que todos los demás, al menos tuvo cierta habilidad fingiendo. Que te volviste a equivocar. ¡Una vez más! Es más jodido darte cuenta que esas manos y esa boca y esa voz, que ese pene, no corresponden a lo que tu cuerpo deseaba al comenzar la excitación. A lo que tu cuerpo extraña tanto a pesar de lo que te has jurado negar.

He dicho que lo que mi cuerpo deseaba, creo que sería más apropiado decir, lo que mi cuerpo necesitaba. Lo necesitaba a él, sólo a él. Su miembro, sus manos, su boca, su pecho a medio vestir, su panza peluda, su barba sin rasurar, su voz, que en esos intervalos de caricias se permitía unos tonos agudos tan graciosos. Su lengua, con una mierda, su lengua. Su forma de estar sobre mí, sus tiernas embestidas, sus mordidas justas, mágicas, detonadoras de tan inexplicable pasión; esa obsesión que nunca entendí por llamarme puta, su puta. Y que secretamente también me excitaba, pero, de nuevo mis prejuicios. Necesitaba coger con él, necesitaba un revolcón monumental. Pero con él. No sólo sexo con quien sabe quién, sexo al servicio exclusivo de una eyaculación, tan pobre, insípida e insatisfactoria eyaculación.

Será que el deseo alimentado por alcohol muere tan pronto y que la lujuria auspiciada por la soledad se evapora con nada. Será que era muy pronto para buscar una salida entre otras piernas, para hallar consuelo entre otros brazos. Qué estúpida y crédula, quise correr sin caminar siquiera, parecía tan fácil abrirse de piernas. O qué, ¿no podré volver a sentirme plena en los brazos de nadie más?

Recuerdo aquella vez en que reímos tanto cuando le mandé aquel artículo donde una feminista se ufanaba de sus virtudes en la cama: decía que el sexo era fantástico debido a ella. Mira, le dije. Me devolvió una carita pensativa. Quieres decir que tú eres la responsable de que nuestro sexo sea fantástico??? La única responsable??? Le devolví tres caras que lloran por el exceso de risa. Jajajaja, claro que no. Los dos somos responsables, un guiño con lengua de fuera y más risas virtuales. Es cierto que lo delicioso de nuestros encuentros sexuales tenía que ver con ambos, con el encuentro maravilloso de dos personas afines, de dos bocas que se acoplan, el cóncavo y convexo que cantaba don Roberto, pero sé muy bien que era él el mayor responsable por tanto placer. Yo me limitaba a dejarme querer y complacerlo (que no es poco), darle gusto en sus inofensivos fetiches, en sus casi pervertidos juegos, complacer sus obsesiones a pesar del dictamen de mis prejuicios; frente a las caricias adecuadas siempre se cede. Y decirle mirándolo a los ojos que era su puta, suya solamente, a su entera disposición. Y claro, nuestros cuerpos dialogando con caricias y besos, compartiendo fluidos aderezados con risas; en una coreografía que parecía haber sido ensayada centenares de veces a pesar de nunca ser la misma. Esto no es misoginia disfrazada: si a un hombre no se le para no importa qué hagas. Si un hombre no te sabe comer el clítoris, tampoco.

Hace días que sé que está saliendo con alguien más. De acordarme parece regresar esa horrible sensación de una patada de mula en el estómago, que me invadió cuando Tere me lo contó en un mensaje. Hijo de puta. Todas sabemos que los hombres no saben estar solos y que tras un rompimiento buscan dónde ir a vaciar su frustración, su dolor, sus arrepentimientos, o su ardidez extrema. Que son capaces de hablar de amor verdadero y almas gemelas, de no haber sentido nunca eso que dicen estar sintiendo, de inventar la más extravagante historia, con tal de revolcarse con cualquier tipa que les sonría de más, que les quiera prestar su cuerpo, con cualquiera que abra las piernas lo suficiente, hasta que su eyaculación extirpe todo el encanto y la galantería. Ya cogieron, ya no te necesitan. Y a tantos parece encantarles el jueguito idiota.

Parece que aquel sueño no se ha ido del todo. Cómo me duele darme cuenta que mi hombre es igual a todos los demás, igual de caliente, igual de promiscuo, igual de básico. Los hombres son tan básicos. Que la pareja cuasi perfecta que creí que éramos para él no vale dos centavos. Que le basta cualquier cuerpo para reemplazarme. Qué jodido es darme cuenta cuánto me duele. ¿Qué me dolerá más, el derrumbe del sueño descubriendo sus pilares de algodón o pensar que hace todo lo que hacíamos con otra persona? ¿También le pedirá ponerse a gatas con los ojos inyectados de una mezcla de lujuria y vergüenza en una perversión casi inocente, para arrodillarse frente a su culo y empezar un juego de besos y saliva que igual que a mí la haga sacar suspiros, escalofríos y gemidos que creía inexistentes? Todavía recuerdo mi sorpresa estando en esa canina posición, al esperar violentas embestidas y alguna nalgada, bienintencionada o salvaje, estando con el culo al aire, a su entera disposición, y recibir en cambio apasionados besos y largos lengüetazos, su esmeradísima manera de lamerme el culo, lo hipócrita de mis reclamos ante lo socialmente sucio de la situación: ¡cómo vas a lamerme el culo! ¡por ahí cago marrano! Pura fachada de mujer decente. Si esos lengüetazos eran deliciosos. ¿Cuántos meses me tardé para soltar un pedo frente a él sin poder reprimir mi absurda vergüenza que a él tanto divertía?

¿Habrá sido verdad alguna de las cosas que me dijo? Una verdad parcial siquiera. ¿Qué tanto de tantas cursilerías estaba bañado de realidad?: el amor de su vida, la mujer de sus sueños, el deseo por alcanzar la vejez a mi lado, esto no se lo había hecho a nadie más, es el mejor sexo de mi vida. ¿Serán todos los hombres unos mentirosos? ¿Seremos todos unos mentirosos sin remedio?

El gran problema es que yo sí lo creí el amor de mi vida. Que todavía lo creo cuando me sincero conmigo. Y es devastador enfrentarse con esa supuesta realidad, una realidad que construiste por años y que parecía no tener soportes de algodón en sus muros. Pero es que es increíblemente relajante pensar que no tienes que preocuparte nunca más por buscar amor o evitar la soledad, pensar que este imperfecto hombre al que aceptas y al que te has acoplado te acompañará todos los días de tu vida, o de la suya, que ya habías pensado alguna vez en quién de los dos se iría antes, pero aun así te seguiría acompañando; es realmente quitarte un peso de encima, sobre todo ahora. Y vas por la vida sintiéndote la gran cosa, mirando a las solteronas hacia abajo, compadeciéndolas en silencio. Sintiendo pena ajena por todas las que gritan en facebook lo desafortunadas que son en cuestiones de amor, por todas las que se quejan de los malditos hombres, de las reglas sociales, de la vida injusta, de que la comida te engorde. Por todas aquellas del mejor solas que mal acompañadas.

Por fortuna tú nunca fuiste de las que postean fotos y fotos con su noviecito, de las que alardean que tienen novio a la menor provocación; y no sólo novio, sino el mejor novio, el más atento y el más detallista y el más amable. De las que aseguran haberse sacado la lotería. Además, el amor de su vida, el hombre de sus sueños, su príncipe azul. Porque los príncipes existen pero no están al alcance de todas, eso es seguro. De las que tantas veces, meses después, gastan gran parte de su tiempo virtual tirando indirectas, vomitando frases de odio y diciendo una y otra vez que los hombres son la peor mierda existente, y que no volverán a amar… y todo ese discurso para el que hay memes de sobra. Cómo no habría, si es un alegato tan popular.

Al menos ahora no debes tragarte tus palabras, ni tuviste que borrar fotos y fotos, toda la evidencia de que aquel patán te traía pendeja.

Tú eres más bien de las de “el amor se vive no se publica”, y volvías a ver a las demás con el desprecio que te da tu supuesta superioridad ¿moral?, ¿social?, ¿virtual? Pero en el fondo sabes que eres igual de ridícula sintiéndote especial. Especial compartiéndole a tu hombre un romántico meme ocasional, dedicándole alguna hermosa y cursi canción, pero con sólo una etiqueta que lo resalte, menos siempre es más, nada de para mi amor hermoso y todo ese rollo meloso; ¿un poema de Alfonsina Storni? Por qué no, la Pizarnik pasó de moda. Lo indispensable para seguirte viendo en el pedestal, para hacerlo sentir querido, para seguirle presumiendo a todos que eres feliz y que tienes quien te ame. Pero que no eres como ellas.

 

 


 

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