Hay muchos hombres –no sabría qué
porcentaje, pero una buena mayoría– que dividen a las mujeres en dos
categorías: con las que te puedes –y debes– divertir, y con las que podrías –o
deberías– casarte y tener hijos. Resumiendo, con la puta te diviertes y con la
casta te casas.
Recuerdo que durante los meses posteriores
a mi separación conyugal, en una reunión familiar, un primo hacía las más
fervientes invitaciones a un retiro matrimonial; un retiro de esos en los que
los matrimonios se arreglan gracias a la bendición divina. Como yo participaba
en la conversación, me mencionó que también tenían disponibles retiros
destinados a personas divorciadas –si bien yo aún no estaba divorciado–.
Le respondí que yo buscaba una mujer medio
pervertida con la que fuera divertido estar, no una santurrona que había ido a
buscar a su próximo marido a una reunión religiosa. Qué tal que ahí se hablaba
de una prohibición de sexo oral o anal: ni lo mande dios, que mis técnicas de cunnilingus cada vez son mejores (encontré una posición para no padecer de
dolor de cuello), presunción aparte. Y como dijera mi buen Gavrí, la verdad no
es prepotente.
Bromas aparte, lo que me queda claro es
que una mujer sigue valiendo socialmente en función de su sexualidad, en una
relación inversamente proporcional a los hombres con los que ha estado. Tantos
años después la reputación de una mujer sigue dependiendo de sus encuentros
sexuales.
Pero como ya he dicho, debería estar prohibido casarse con una virgen.
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