sábado, 26 de agosto de 2023

Mientras tanto, la vida, saturada de montones de mentiras de todos tamaños, colores y rencores, sigue su curso. No se detiene a examinar los paradigmas con los que carga, que le cargamos desde hace quién sabe cuánto. No puede ver si tantas supuestas verdades se acuñaron sobre inexistentes bases y supercherías banales, o si tuvieran acaso, la deslumbrante vestidura del hecho verdadero, comprobado, verificado, que no admite la más pequeña duda. Y que deberíamos creer sin más ni más, por aquello de la lógica elemental, de nuestra condición de homosapiens.

Que si el alma de aquel que ha muerto se enfrenta a la posibilidad del idílico cielo o del despiadado infierno, o si debe, antes de llegar al glorioso destino, pagar penitencias atrasadas en un limbo purgatorial. O si por el contrario se trata de un alma en continuo crecimiento, que buscará llegar a un nuevo cuerpo para iniciar otro viaje desde cero, sabrá dios en qué contexto y bajo qué perspectivas vitales. Quizá jugando una imprevisible y justa ruleta. 

La vida no juzga. La vida sólo sabe sus reglas, sean justas o injustas. Éstas etiquetas se las hemos puesto nosotros. Pasa. Siempre a la misma velocidad, siempre con la misma calma, siempre a su acostumbrado paso. A pesar de todos aquellos que se aferran a decir que en ocasiones juega malas pasadas y se va más rápido, veloz, en perjuicio de todos nosotros. Más bien de ellos, de cada uno. Por qué habríamos de preocuparnos por los demás. 

Pasa de la misma forma cuando hay un calor intenso que acaba con todas las plantas, de un jardín o una cosecha, o en el huracán desalmado que no juzga si ha desecho esas mismas plantas, árboles y edificios. Pasa igual, para el niño feliz con sus amigos en el parque, lejos de las miradas adultas que todo juzgan y a las que nada parece, que para el viejo desahuciado al que todos se aferran a mantener con vida, así haya suplicado que le ayuden a morir. Para el esposo en casa de la desagradable familia política que sigue pensando que ha sido un descomunal error de su queridísima hija o hermana haber emparentado con ese individuo, igual que para la reciente pareja que no puede despegar las bocas ni las manos, y a las que nada más importa que esos minutos que pareciera se han esfumado de forma tan despiadada y grosera: Ya me tengo que ir amor mío. Por tanto, la muerte se puede asomar a los pocos días como a los muchos años. Quizá tiene un porqué aunque no lo entendamos, quizá sólo sucede. La miramos como justo premio o como incomprensible tortura. Sólo es nuestra pobre mirada desprovista de objetividad.



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