viernes, 7 de septiembre de 2018

heridas


He dicho antes que creo que escribir cura, y pienso que si no cura, al menos duerme el dolor, lo apacigua, lo deja lejos de donde más duele. No se va, pero al menos no queda expuesto a infectarse. 

Quizá pase aquello de que las cargas compartidas pesan menos, y quien lee nuestras verdades nos ayuda a cargar. No sé. O tal vez sólo estoy jugando vanidosamente con el halo místico del que escribe.

Tienen una rara afinidad en el dolor; en ese que no cura ni se alivia ni se olvida y que cada tanto recrudece como si fuera nuevo, siempre nuevo. También tienen afinidad en el humor, porque a pesar de que el dolor nunca se transforma en cicatriz, no se regodean en él, solo lo portan como lo que es: parte de ellos. 

Esto es parte de un párrafo de una novela de Gavrí, al leerlo me tocó. Porque ciertos dolores no se van, ni se alivian ni se olvidan, mucho menos se curan. Y a pesar de cargarlos a cuestas y de lo avivados que constantemente son, no dejo de reír, no dejo al embustero de las graciosas, aunque vulgares ocurrencias.

Y como me dijo el mismo Gavrí, las heridas –a veces– cicatrizan, y, dejan de doler.

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