Y nos volvemos a quedar con las manos
vacías, otra vez, una vez más. No aprendemos lo que tantas veces nos han dicho,
así vayamos diciendo virtualmente que hemos aprendido y que la vida nos ha
enseñado. Otra puta mentira. Nos volvimos a ilusionar, volvimos a crear
fantasías reales en nuestras cabecitas necias. Creímos tocar los sueños al
verlos en nuestras manos, frente a nuestros ojos, tan nítidos que hasta olor
tenían, y volvimos a construir con bloques de papel sobre elaborados cimientos
de mondadientes.
Pero qué otra manera habría de vivir si no
es así, levantando ilusiones al primer indicio de ventura, construyendo torres
altísimas con naipes viejos y desgastados que se desmoronarán al primer suspiro
o si alguien llegara a abrir la puerta de improviso. Qué sentido tendría el
arsenal de canciones tristes que conocemos si no podemos sentirlas en la sangre
como si nosotros las hubiéramos ideado y escrito, con ese estribillo que duele
cada que se repite; porque además nos gusta tocar las heridas, repasarlas y
hacerlas arder, para comprobar que estamos vivos.
Al final, siempre, nuestras manos quedarán
vacías. No hay otro remedio.
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