Creo que siempre buscamos al que es
diferente a nosotros para poder señalarlo, para apuntarlo como el espécimen
raro, al que hay que joder, porque el asunto es joder a alguien. Al tipo que es
muy alto o al que es demasiado bajo, al obeso que camina con trabajos y al que
está casi en los huesos; al que es muy tonto pero también, por qué no, al que
es demasiado listo, que a nadie nos gustan los sabelotodos: esos listillos
preferidos de los profesores, y sus madres que los presumen y sus tías que
también los presumen como propios.
Tenemos que sentirnos superiores a alguien
en algún lugar, debemos ser parte del grupo dominante al menos por un tiempo,
ser grises y opacos para no destacar ni para bien ni para mal, no llamar la
atención para no generar ni aversión ni asco, tampoco envidia. Ser parte del
montón de los comunes, tan mal llamados “los normales”, que en ocasiones son
tan anormales que dan miedo.
Es tan gracioso –pero de esa risa que
duele mientras tu mandíbula trabaja– ver como segregamos a esa persona
diferente con la que estamos en contacto: apartándola, señalándola, designándola
con nombres que sonrojarían a nuestras madres.
Pero cuando el cine nos trae precisamente
un personaje así, casi una calca del que maltratamos, siempre nos ponemos de su
lado, y nos compadecemos y nos sentimos mal y maldecimos a los malandrines que
le hacen la vida complicadísima. Y sufrimos con él, incluso, lloramos a veces.
Al final de los filmes, sonreímos con la victoria de ese ser diferente que se
sobrepuso a todos, nos alegramos con él. O lamentamos su muerte injusta en caso
de que así haya sido.
La vida es mejor en el cine. Ahí siempre
elegimos el lado correcto de la historia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario