miércoles, 20 de abril de 2016

Un egoísta mentiroso



Alguna vez, cuando tenía unos 20 años, mi madre me dijo que algo que le agradaba mucho de mí era que era una persona que no mentía porque no sabía mentir.

Creo que entre otras cosas el asunto tenía que ver con que los días viernes en que me iba a echar cervezas con mis amigos, nunca intenté disimular no haber tomado, ni traté jamás de camuflar mi aliento con chicles y otros remedios.

Contrario a la mayoría de mis amigos, cuando entré a la universidad sabía tomar. Podía tomarme entre cinco y diez cervezas sin pasar de una bella felicidad alcohólica, estar un poco ebrio, pero nada más; entre reflexiones de chamaquitos pendejos y canciones rancheras. Podía tomar el autobús y llegar a la casa sin problema. Pasar a ver a mi madre y saludarla con el habitual beso en la mejilla.

Tomaste verdad. Sí. Con quién fuiste. Con tal o tal o tal. A dónde fuiste. A tal lugar. No tenía necesidad de mentir. Nunca tuve necesidad de esconderme para tomar. Aprendí con mi familia. Aunque no con mi madre, ciertamente.

Pero el asunto a narrar no tiene que ver con mis borracheras escolares, sino con la confianza que mi madre me tenía.

Así llegó un día, un día en el que a mi hermana se le ocurrió que podía tomar mis cds y mis dvds y llevárselos sin comunicarme ni pedirme nada. Algunos los perdió, algunos los prestó y no se los devolvieron; el chiste es que mis cosas se perdieron.

Cuando le reclamé mis cosas a mi hermana se hizo la loca e hizo un berrinche. Mi madre me reprendió y me acusó de ser un egoísta y un mal hermano. Además, como bono extra, toda mi fama de persona honorable que no miente (en ciertas cosas, porque todos mentimos) se fue por el caño. Estaba yo acusando a la consentida de mis padres, de los dos, para acabarla de chingar.

Aprendí que una verdad que hiciera quedar mal a mi hermana se convertía en mentira por defecto.

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