Alguna vez, cuando tenía unos 20 años, mi
madre me dijo que algo que le agradaba mucho de mí era que era una persona que
no mentía porque no sabía mentir.
Creo que entre otras cosas el asunto tenía
que ver con que los días viernes en que me iba a echar cervezas con mis amigos,
nunca intenté disimular no haber tomado, ni traté jamás de camuflar mi aliento
con chicles y otros remedios.
Contrario a la mayoría de mis amigos, cuando
entré a la universidad sabía tomar. Podía tomarme entre cinco y diez cervezas
sin pasar de una bella felicidad alcohólica, estar un poco ebrio, pero nada
más; entre reflexiones de chamaquitos pendejos y canciones rancheras. Podía
tomar el autobús y llegar a la casa sin problema. Pasar a ver a mi madre y
saludarla con el habitual beso en la mejilla.
Tomaste
verdad. Sí. Con quién fuiste. Con tal o tal o tal. A dónde fuiste. A tal lugar. No tenía necesidad de mentir. Nunca tuve necesidad de esconderme
para tomar. Aprendí con mi familia. Aunque no con mi madre, ciertamente.
Pero el asunto a narrar no tiene que ver
con mis borracheras escolares, sino con la confianza que mi madre me tenía.
Así llegó un día, un día en el que a mi
hermana se le ocurrió que podía tomar mis cds y mis dvds y llevárselos sin
comunicarme ni pedirme nada. Algunos los perdió, algunos los prestó y no se los
devolvieron; el chiste es que mis cosas se perdieron.
Cuando le reclamé mis cosas a mi hermana
se hizo la loca e hizo un berrinche. Mi madre me reprendió y me acusó de ser un
egoísta y un mal hermano. Además, como bono extra, toda mi fama de persona
honorable que no miente (en ciertas cosas, porque todos mentimos) se fue por el
caño. Estaba yo acusando a la consentida de mis padres, de los dos, para
acabarla de chingar.
Aprendí que una verdad que hiciera quedar
mal a mi hermana se convertía en mentira por defecto.
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