Cuando era niño e iba con mi hermano a
jugar beisbol, lo hacíamos los días martes, jueves y sábado, montados en
nuestras bicicletas. Los dos primeros para practicar el entrenamiento y el
último para jugar un partido contra otro equipo; mientras tuvimos campos para
jugar y una liga organizada, después, organizados entre nosotros.
Los martes y jueves íbamos de cuatro a
seis y media, por lo que al empezar la época de lluvia corríamos el riesgo de
mojarnos durante la práctica o en el regreso a casa sobre nuestras bicicletas.
Así que mi madre, una buena madre
sobreprotectora, nos compró unos impermeables para que en caso de que nuestros
cuerpecitos se expusieran a las gotas de lluvia los pudiéramos cubrir, y
mantener a salvo. Eran impermeables amarillos con un pegoste del oso Yogui a la
altura del corazón, que a mí me daba vergüenza utilizar.
Los llevábamos bien resguardados de las
miradas de los curiosos en el fondo de la maleta en la que transportábamos
nuestras cosas. No recuerdo haberlos utilizado si alguna vez nos sorprendió la
lluvia en el campo de beisbol. Qué ridículos nos íbamos a ver, protegiéndonos
de las ingenuas gotas mientras los demás las soportaban sólo con sus gorras.
Los usamos más de una vez, sólo durante el
regreso a casa, pedaleando bajo un aguacero, ante las miradas divertidas de la
gente del pueblo. Los usamos una vez jugando basquetbol bajo la lluvia un
sábado después de jugar beis, recuerdo las risas de mis amigos ante lo chusco
que me veía con mi atuendo amarillo del oso sonriente.
Recordé nuestros impermeables ayer,
leyendo a Bukowski: Había peleas
continuamente. Las profesoras no parecían enterarse de nada. Y había siempre
problemas cuando llovía. Cualquier niño que llevase a la escuela un paraguas o
un impermeable era automáticamente marginado {…} Cualquiera que fuera visto con
un paraguas o un impermeable era considerado un mariquita.
No hay comentarios:
Publicar un comentario