Alguna vez, mediante la lectura, reflexión
y discusión de un aforismo de Jorge Ángel Aussel, que versaba sobre la
conveniencia de no esperar nada de nadie, yo defendía la idea de que aunque
sepamos esto y nos lo hagan aprender, aun si nos lo repiten dos, tres o diez
veces y a pesar de que lo veamos escrito en cientos de postales; llega un
momento en que nos encariñamos tanto con un familiar o un amor, que esperamos
que bajo ciertas circunstancias la persona en cuestión actúe de cierta manera,
respetando un acuerdo no estipulado con nosotros, aludiendo al civismo más
elemental. En otras palabras, esperamos que haga ciertas cosas: al fin, esperamos
algo de alguien.
Creo que es parte de nuestra naturaleza, contradictoria
y endeble, porque además, lo queramos o no, somos seres sociales y tejemos
lazos fraternos, a veces con una rapidez pasmante.
Aunque sí creo que existen personas que se
hayan vacunado contra la citada estupidez. Individuos tan lastimados,
traicionados o que han visto tan de cerca la mierda más humana del hombre, que
aprendieron a vivir su vida sin esperar, ni anhelar, mucho menos querer nada de
nadie. Gente con costras impenetrables formadas del dolor y el conocimiento.
Yo, quienes me leen lo imaginarán, soy del
tipo de persona que confía, que se entusiasma y que por consiguiente espera
cosas que no tendría por qué esperar. El tonto buenagente que da y espera
recibir al menos algo parecido.
Quizá los años me provean de la armadura.
Quizá no.
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