En el periodo de dudas existenciales que
viví, en el que comencé y seguí cuestionándome la existencia de dios –el dios
de los católicos, que es el que me enseñaron a adorar– en ocasiones me
recriminaba la pérdida y/o el cuestionamiento de los principios que se me
inculcaron desde pequeño. Cómo era posible que “sabiendo” que era hijo de un
dios inmenso y poderoso, amoroso como ninguno, tuviera el atrevimiento de
cuestionarme su existencia.
Eran pensamientos molestos que merodeaban
por mi cabeza. Una lógica en apariencia lúcida en contra de los dogmas
aprendidos y repetidos una y otra y otra vez. Mi pensamiento propio confrontado
al impuesto por mis padres y el contexto en que crecí.
En algún momento tuve una idea. El
pensamiento de algo que me satisfizo y me dio certeza lógica y espiritual.
Podía dudar sin considerarme un sacrílego:
Dios
me dio la inteligencia que poseo (y todo lo demás), mediante esta inteligencia
es que me cuestiono todo lo que se me ha dicho con respecto a él, incluso su
existencia. Así que es gracias a él, que yo dudo y que pienso todo lo que da
vueltas en mi cabeza. Si quería que nos tragáramos el cuento completo sin
protestar, debió hacernos estúpidos. Paradójico
el asunto.
Este argumento luego mutó en un simple y
contundente dios no existe. Al menos
no el dios que me presentaron a mí.
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