Cuando estudiaba la secundaria regresaba a
mi casa en camión. Era un viaje relativamente largo, de por lo menos media
hora, y era casi una regla que todos los choferes de camión escucharan “Radio
Lobo”, o alguna otra estación de “música grupera”. Uno de los grupos
consentidos de estas estaciones de radio eran Los Tigres del Norte (lo siguen siendo). De manera que tenía mi dosis diaria de “música macuarra”. La
verdad sea dicha, nunca me molestó, a excepción de los inconscientes choferes
que llevaban la música a volumen altísimo. También, con cierta regularidad, se
subían niños a cantar al autobús; acompañados de un improvisado raspador de
bote de “Cloralex”; entonaban, en su gran mayoría, canciones de Los Tigres del Norte.
Así fue como me aprendí: Ni parientes somos, La tumba falsa, El niño
y la boda, El ejemplo, Cuestión olvidada, Golpes en el corazón, y las
famosísimas: La puerta negra, Contrabando
y traición y Pacas de a kilo.
Tiempo después: La mesa del rincón y El jefe de jefes.
En cierta borrachera en la universidad, un
individuo me cuestionó sobre este gusto mío: Cómo puede gustarte eso. Esa música es para otro tipo de gente. Ah
chingá. Pues no sé por qué me gusta, pero me gusta, y eso es lo único
importante. Es obvio que en esos días Los Tigres aún no cantaban con “la Pau”. No habían todavía mancillado
sus canciones, haciéndolas accesibles a esa gente, que cree que esa música no
está a su altura. Siendo así, no habría habido problema con mis gustos
musicales.
Naco es chido, en toda la extensión de la
palabra. Es que esa música se puso de
moda, dicen por ahí, es algo así como ir a una pulquería nomás pa ver qué se siente.
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