Siempre he sido niñero. Me refiero a que
me la paso bien estando con niños pequeños. Aunque creo que es más el hecho de
que los niños pequeños me siguen y se hacen muy rápido mis amigos, y bueno, a
mí me agrada estar con ellos y ponerme a jugar sin que nada más importe. Hubo
un tiempo, cuando era adolescente, en que prefería estar con los pequeños que
con los de mi edad o los mayores, no me sentía parte de ellos ni me sentía
cómodo.
Pero los niños siempre me han seguido por
alguna causa, incluso aquellos a los que acabo de conocer; será que soy un niño
grande. He sido el amigo de muchos de mis sobrinos y de algunos de mis primos.
Una vez en casa de mi abuelita uno de mis
sobrinos me dijo una verdad en la que yo no había reparado: “Los papás son bien
huevones”, me dijo con toda la confianza que le inspiraba estar conmigo, “porque
siempre te mandan a hacer algo pero ellos no están haciendo nada y quieren que
tú lo hagas”. Ese niño trajo la luz, yo jamás había reparado en ello.
La sorpresa más reciente me la ha dado la
más pequeña de mis primas, la que hace pocos meses hacía hasta lo imposible por
no saludarme ni darme un beso. El día del cumpleaños de su papá, cuando llegué
y la saludé me convidó de su pastel y fue por su computadora de Dora la exploradora
para enseñármela y jugar conmigo, luego me invitó a su cuarto para enseñarme
sus muñecos de peluche.
La semana pasada le dijo a su mamá que me
invitara a verla bailar en su baile escolar. Fui a verla, y fue muy emotivo
para mí que al terminar el evento, cuando me vio, corrió a abrazarme y me dijo
feliz: veniste. Esas son cosas que no tienen precio y que llenan el alma. Ser
querido por esos seres que dicen la verdad y dan amor sin pensar en estupideces
de adultos.
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