Debo reconocer que me metí a esa sala del
cine casi exclusivamente para ver a Emilia Clarke (soy un mortal de gustos
simples, un pervertido cualquiera), aunque tenía también un cierto interés por
ver cómo iba esta nueva película romántica. Pero en realidad no esperaba más
que otro producto afín a los que se maquilan compulsivamente en las productoras
fílmicas.
Sin embargo, he abandonado la sala del cine –reencontrándome
con una pertinaz lluvia– con una sonrisa en los labios, un exceso de agua en el
ojo izquierdo que por alguna razón no quiso convertirse en lágrimas y la
satisfacción que te deja en el alma una sorpresa “ciniestra”, sobre todo esa
sorpresa que no esperabas llevarte.
Sabía que la cinta era la adaptación de
una exitosa novela amorosa, pero eso no es garantía de nada en los tiempos
actuales (50 sombras de qué). El fortuito encuentro se dio por mi cinefilia y
mi rechazo a la secuela del Día de la independencia; aunque ya he dicho antes que
soy un tipo cursi (por suerte mi contraparte es ruda y la dispareja se
empareja) así que existía cierta atracción por la película de la señorita Clarke.
Me encantó la película.
Me encantó esa parte de la eutanasia y
cómo fue tratada, me encantaron todas las formas posibles en que Emilia Clarke
puede arquear las cejas sonriendo, pero sobre todo, me encantó que la historia
no se traicionara en pos de un final feliz, de esos en los que el amor vence
todo, porque en realidad no es así.
Fue una muy grata sorpresa. De esas que a
veces llegan y te hacen sonreír.
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