Siempre he sido un miedoso. Un cobarde. No
habita en mi sangre esa persona intrépida que se atreve a cualquier cosa. El
héroe de la historia. Miedo al agua, miedo a mis padres, miedo al ridículo,
miedo al dolor. Tantos miedos acumulados en el desván, uno sobre otro, todos
presentes, acechando, esperando su momento.
El miedo al agua en la alberca, el pavor. Si me vuelves a traer me voy a ahogar.
No lo recuerdo, pero dice mi madre que eso le dije. Sí recuerdo el miedo de
algunos años después, en las clases de natación: un miedo paralizante. No puedo
explicar la sensación que me invadía para no hacer lo que todos debíamos hacer:
sumergirnos en el agua, pero esta vez sin tomarnos de la orilla. Había que
repetir los buzos previos, pero ahora solos. Pero… qué tal que no era algo tan
seguro y me hundía. Hice trampa, por suerte no fui descubierto, cosa que
también me atemorizaba: ser descubierto y exhibido ante todos los demás. Fue
hasta la tercera ejecución, que, quizá al ver que era seguro, ya que nadie se
ahogó ni sufrió ningún percance, que me animé a intentarlo. Una, dos, tres:
estoy bajo el agua, flotando, es maravilloso, es genial, no ha pasado nada.
Supongo que una sonrisa vestía mi rostro al sacar la cabeza del agua, al menos
la cara de atemorizado de unos instantes antes debió haber desaparecido. No
pasó nada.
Lo mismo ocurrió la primera vez que
debíamos saltar a la alberca, así, sin nada que nos protegiera. Me puse al
final de la fila intentando que nadie se percatara de lo aterrado que me sentía,
y pude pasar desapercibido. Todos saltaron, todos menos yo. Nadie notó mi
ausencia en los saltos, la perfecta invisibilidad. Pero repetir la cobardía no
iba a ser fácil, algún compañero lo notaría, así que tuve que saltar; lleno de
miedo, miedo y adrenalina amalgamados dentro de mí. ¡Plash! Caí en el agua.
Sentí una sensación increíble, de libertad, de diversión. Un éxtasis
desconocido.
Tampoco pasó nada. Mi miedo era una
estupidez. Pero casi todos lo son.
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