Pero ahí estás: esperando lo
mejor, deseando lo mejor, anhelándolo con todas tus fuerzas, y aunque eres un
cobarde no eres tan estúpido para no saber que el peor error es vivir con
miedo, sobre todo amar con miedo, sin entregarte al cien; que uno es feliz
amando a ese alguien que también dice amarte, aunque no sepas de cierto qué
tanta verdad existe en esas palabras edulcoradas de los enamorados, porque ni
siquiera sabes si lo que sientes es verdad o corresponde tan sólo al maquillaje
embustero del enamoramiento. Sí, te da miedo, pero decides creértela y sentirte
especial por una puta vez en tu vida y pensar que te mereces un amor de
película, de esos que sólo la muerte separa, que separa a medias, porque esos
amores están por encima de cualquier cosa, de todo y de nada.
Pero no quieres engañarte ni
engañarla, que no diga después que le dieron gato por liebre, caballero por
patán, librepensador por prejuicioso. Y decidiste hablarle de todos tus
defectos, de tu pasado, tus prejuicios, tus traumas y frustraciones, quieres
que vea al monstruo en su totalidad y decida si lo mejor sea retirarse sin
recibir tanto daño. Aunque los defectos siempre son menos oscuros platicaditos,
contados e incluso matizados a la conveniencia del juzgado, sin testigos no hay
réplica ni contradicciones, nadie puede decir si exagero o miento, buscando su
compasión, comprensión y amor, que la simpatía parece que la tengo ganada. El
monstruo verdadero es más letal del que cuentan las historias. La historia la
escriben los vencedores, nunca los vencidos, ni los agredidos, las víctimas de
una humillación. Siguen su vida por ahí, cargando sus cicatrices, como todos.
Imaginas tantas
posibilidades de felicidad, que ni siquiera puedes decidirte por una. Allí
estás como idiota haciendo planes para el futuro. Has oído tantas veces que si
piensas las cosas, éstas pasan, que tú mismo las proyectas, las sentencias, las
decretas. Que el poder de la mente es infinito y que querer es poder. Aunque
siempre se te ha dado más caminar por el lado de la acera de los pesimistas, de
los que ponen peros a todo y nunca ven el blanco blanco, siempre viendo matices
grises. Pero recordemos que estás enculado, enamorado, eso ayuda a dormir al
amargado de los peros, lo entretiene al menos. Finalmente, cursi has sido toda
tu vida y el amargado que te aconseja también, aunque ambos lo nieguen. La
posibilidad de ser feliz con alguien te ilusiona, que hayan lamido juntos tus
heridas te da fuerza, que conozca los indicios del monstruo y no huya te da
motivos para sonreír, así si tu sonrisa es algo torpe todavía. Que detenga tus
lágrimas cuando surcaban tu mejilla, apropiándoselas, compartiéndolas, te
alienta a seguir armando historias felices, al menos lo más felices que se
pueda, en este mundo de mierda donde todavía siguen naciendo flores en
camellones descuidados, entre basura. De esas flores de banqueta que a veces
arrancabas para obsequiar a tu madre, cuando desconocías por completo el
pesimismo.
Pero si bien hablan de
decretar cosas y tomar las riendas de tu vida a través de tu mente y su
infinito poder, también flota en el aire con toda la fuerza de que es capaz
aquella sentencia lapidaria que dice que si quieres hacer reír a dios, le
cuentes tus planes. Y aquí no vale ser ateo, este dios puede ser el destino, la
casualidad o la desgracia de una serie de actos desencadenados por otros
previos. ¿Y entonces? ¿A quién hacerle caso? A la mente positiva omnipotente
que materializa todo o al caprichoso diosdestino que se ríe a nuestras
costillas, estropeando nuestros planes por deporte, por el puro gusto de mirar
nuestra cara de imbéciles, que no pueden creer como “el secreto” no funcionó
como nos platicaron.
Aun así, vale la pena
anclarse a los sueños y esperanzas de un venturoso futuro con esta mujer que
parece ser el complemento necesario que le dé algo de orden a tu alma. Vale la
pena creer que es la indicada, a la que no hubo que impresionar con poses
falsas y mamonas, la que te obsequió su sonrisa sin tener que fingir que eras
alguien mejor de lo que eres, menos fracturado, menos vulnerable, menos
defectuoso. Vale la pena enfrentar a la rutina, vale la pena tomar su mano y
saltar al vacío.
Besar a alguien por primera
vez, mirarte en sus ojos que parecen ser igual de felices que los tuyos, tocar
su cuerpo, acariciarlo con la mezcla exacta de ternura y pasión, abrazarte a su
cintura y no pensar en nada más, porque nada más importa. Pasar más tiempo en
sus brazos, compartiendo saliva en besos interminables, que hablando, ya habrá
tiempo para hablar, para pelear también. La primera vez que la desnudas y un
pequeño dejo de vergüenza embellece un poco más su rostro, esa timidez que te
muestra a la niña que vive dentro todavía, para fortuna tuya, para fortuna de
los dos. Tu boca sedienta de dejar constancia de que toda su anatomía es
venerada, tus manos llenas de caricias inacabables, recorriéndola,
conociéndola, amándola. Ese deseo irrevocable por hacer y hacerse y volver una
y otra y una vez más a hacerse el amor. Todos los días, todas las veces
posibles.
La rutina espera en el umbral
de la puerta, paciente y confianzuda. La primera vez se oxida pronto, a veces
demasiado. Cuando hay suerte y empatía se extiende un poco más, pero igual se
opaca, no igual, no de la misma manera, pero perderá su brillo. Los juguetes
nuevos, motivo de una dicha indescriptible, meses después conviven arrumbados
con polvo y bichos, han sido remplazados. No es el caso. Una mujer no es un
juguete, a pesar de lo bien que lo puede uno pasar en su compañía. Lo lúdico
está presente en ambos casos. Y cuando te ves con ella envejeciendo juntos,
compartiendo una vida a su lado, nunca piensas en un reemplazo, pero la
novedad, el delicioso escalofrío del primer beso y la primera vez que tomaste
su mano o su cintura, ya no podrán repetirse, archivadas se encuentran –si bien
les va– en un privilegiado lugar de nuestros recuerdos, junto a todas esas
cosas que desearíamos volver a vivir.
Me parece muy jodido todo
esto. Me refiero a la pérdida de la primera vez. Se pueden construir muchas
cosas en una relación, pero esa idílica vez primera estuvo siempre condenada a
la extinción, un borroso recuerdo en el mejor de los casos. Que la costumbre se
vuelva más fuerte que el amor es igualmente jodido y real, mezclar amor por
compañía, este alguien especial, cada vez menos especial, que nos acepta como
somos y nos ama, a pesar de conocernos y de haber descubierto a esos monstruos
camuflados de los que habíamos hablado, y ahí sigue estoica, sabiendo que
cojeamos del mismo pie y que es amada de la misma forma, sin querer cambiarla, como
debe ser. Fuimos timados cuando nos vendieron el amor, el charlatán lo envolvió
en terciopelo y todos fuimos como imbéciles a comprarlo, creyendo ilusamente
que así era, perfecto e incorruptible. Nos bebimos completitos el cuento de las
almas gemelas, el amor a primera vista y el felices para siempre. Ahí siguen,
junto a nuestros prejuicios más arraigados –que nos apenan y nos sorprenden por
igual–, acurrucados y empecinados en no irse jamás, se encuentran comodísimos.
Viéndolo así, pienso que
ésta puede ser la razón principal de una infidelidad, o al menos una razón muy
poderosa: experimentar de nuevo, una vez más, esa preciada primera vez,
aderezada esta vez además, por la extravagante pimienta de lo prohibido, oscuro
ingrediente que catapulta el sabor buscado y lo convierte en fruto más que
apetecible. Por eso creo que es muy tonta la gente que piensa que cuando
alguien es infiel es porque busca a alguien con mayor atractivo físico que su
actual pareja, y que critican ferozmente el hecho de que la otra, sea en su
opinión fea en comparación con quien ha sufrido el agravio. El asunto no va por
ahí. Para mirar personas atractivas están la televisión, la calle, el día a
día; ésta otra mujer es proveedora de algo que ya no se tiene en la relación,
sea lo que sea, y no tiene nada que ver con su atractivo físico. O es
simplemente la responsable de una nueva primera vez.
¿Quién resiste la pícara
mirada de una sonrisa cargada de novedad? ¿Quién puede reprimir los ademanes y
el lenguaje corporal provocados por la atracción física de un bello espécimen
del sexo opuesto? El coqueteo involuntario, por simple instinto, porque te
encuentras ante la agradabilísima presencia de una hembra atractiva; siempre
hemos sido así, acomedidos ante la belleza, endebles a un pestañeo. Y el
problema no es el comportamiento donjuanesco, ese se nos da a todos, el
problema es recibir una respuesta afirmativa al –hasta ese momento inofensivo–
galanteo: un guiño, una sonrisa, un toque en el brazo que prepara una erección.
El problema es que el amor de tu vida se deje seducir por este galante
mentiroso que hará todo lo que pueda por llevarla a su cama, que esa belleza y
esos ojos y esas nalgas y esas piernas que ya no te cautivan porque jodidamente
te acostumbraste a verla y a tenerla, puede ser el objeto de deseo de tantos y
tantos hombres que tienen contacto con ella. Y paralelamente ella también se
acostumbró a ti, y quién sabe qué tan cansada se encuentre de ti, de tus
manías, de tus obsesiones, de tu puto carácter que te hace explotar por
pendejadas. Que te ha visto cagar y vomitar, enfermo y lleno de mocos, que te
ha visto llorando como niño despojado de toda hombría, totalmente vulnerable,
que ha visto tu peor cara mientras otros sólo buscan mostrarle la mejor.
Siendo sincero, no me atormenta
el hecho de que pueda meterse a la cama con alguien más –cada uno es libre de
hacer su voluntad–, de que caiga en las redes de un cínico seductor; sólo que
no quiero saberlo (no quiero enfrentar eso nuevamente). Si lo llegara a hacer,
si ya lo ha hecho, no quiero enterarme. Ojos que no ven no sufren, no derraman
lágrimas, ni germinan el deseo de venganza. La ignorancia es la mejor amiga.
Ojo por ojo nos condena a un mundo de ciegos, repletos de cicatrices,
pudriéndonos el alma. Nuestra especie es estúpida por naturaleza, muy racional
sí, demasiado inteligente en ciertos casos, pero muy estúpida también. El
hubiera –o el no hubiera– existe mucho más que otros tiempos verbales y el
arrepentimiento visita y pernocta en muchas conciencias. Cuántas cosas
desearíamos no haber hecho, no haber dicho, no haber pensado incluso. Cuántas
veces no hemos extrañado la cordura y racionalidad que tanto cacarean algunos,
cuántas veces nos ha abandonado la prudencia, dominada totalmente por el
instinto y la calentura, por una revancha que nos dé poder y superioridad
instantáneos y fugaces, que en la humillación del otro nos haga sentir un
placer maligno y vil, que después muta en culpa y remordimiento.
Me pasó una vez y fue
devastador para ambos.
“La inesperada virtud de la ignorancia”.
Bendito el ignorante, el que no sabe, el que no se atormenta con preguntas que
no puede responder, o que responde fatalmente, con los peores escenarios y las
más nefastas posibilidades. El que es feliz en su desconocimiento. Ese ignorante
que vive su día a día, sin esperanzarse con un futuro feliz, relativamente
feliz, me refiero; con ciertas alegrías que puedan opacar el gris casi
monocromático de todos los días: la risa contagiosa ante el pedo largo y sonoro
cuando ninguno lo esperaba, la confusión y la carcajada al escuchar algo
disparatado y sin sentido, el meme compartido, tan estúpido y risible, esas
risotadas sinceras, grandiosas. Ese que no piensa en un futuro al que quizá no
llegue, que no se atormenta con las posibilidades de cada cosa, que no se cansa
pensando. Que puede creer que con sus rezos y plegarias recibirá la ayuda
requerida, que se siente escuchado y cobijado por ese dios que lo ama a pesar
de conocerlo, porque es su hijo y su hermano a la vez. Ese hombre que se siente
resguardado tras recitar apurado una oración.
Leí el título y pensé que me toparía algo respecto al argumento de "prueba de amor" a la hora de querer tener sexo. En vez de eso, me encontré con un buen escrito tuyo.
ResponderEliminarEs un capítulo del libro que escribí.
Eliminar