A mí me domina la pasión futbolera. Debo
decirlo. Me puedo poner muy triste cuando mi equipo pierde, puedo gritar
emocionadísimo cuando mi equipo anota o queda campeón hasta joderme la voz;
puedo gritarle una serie de ofensas malaleche al árbitro cuando no ha marcado
lo que a lo lejos parece una falta para el jugador de mi equipo (hijo de tu
reputísima madre, por ejemplo).
Puedo racionalizar y analizar todo lo que
quiera, pero el día del partido de México en el Mundial estoy ahí puesto frente
al televisor echando porras y esperando que ahora sí trascienda el equipo y que
la fortuna no se ría nuevamente a nuestras costillas. Ahí estuve, estallando de
emoción y felicidad cuando el equipo le ganó el oro olímpico al Brasil de
Neymar y sus compañeros estrellas.
Y entre mis deportistas admirados está
Lionel Messi. Esperaba verlo coronarse en Brasil para que a Pelé le diera
diarrea dos semanas. Creo que Diego era mejor jugador, pero también que es
difícil comparar a jugadores de diferentes épocas, y además, por qué tendría
que ser el mejor, qué lo obliga a ello.
Me entristeció que fallara su penalti, eso
le da leña a quienes buscan minimizarlo bajo toda circunstancia y lo atacan por
no ser campeón en un deporte donde hay otros diez pelotudos en la cancha
jugando a su lado, diez pelotudos a los que sí se les permite fallar y cagarla
cuantas veces quieran. Si Higuaín no fuera el imbécil que es Argentina sería
campeón del mundo y de América, pero siempre hay que culpar al pequeño genio de
Cataluña (digo, ahí es donde ha vivido casi toda su vida). Me pregunto también
por qué Di María se lesiona a la hora de los torneos importantes.
Sólo algo nacido de mi pasión futbolera,
esa que mucha gente no entiende ni podrá jamás. La que sólo se vive y no
necesita explicaciones.
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