No sé quién habrá dicho que llorar era
malo. O a quién se le habrá ocurrido que los niños no debíamos llorar, que
debemos aguantarnos y no derramar lágrimas (seamos hombres o mujeres), mucho
menos frente a los demás. Esas mariconadas en privado.
Yo soy muy llorón (se me juntaron las
lágrimas del viejo y la vieja, los dos rete chillones). Me brotan las lágrimas
con increíble facilidad. Lloro de emoción, sólo a veces de tristeza; de
felicidad y alegría, como una vez con Gil sobre mis brazos haciéndole cosquillas (cuando todavía lo
podía cargar sobre mí), reímos tanto que terminamos llorando de felicidad, la
ingenua felicidad de un niño con su padre sin que nada más importe.
Las lágrimas de felicidad o impotencia, no
creo que se deban bloquear. Si necesitan salir es por algo, no pienso que sea
bueno dejarlas dentro pudriéndose en nuestra alma, junto a los deseos
reprimidos y a todos los nos acumulados (“no hagas, no digas, no pienses”).
Si una cosa me encabrona mucho es que
cuando a Gil le dan ganas de llorar le digan que no lo haga, que no fue para
tanto, que si a poco va a llorar por eso, que esa nalgadita o pellizquito no
amerita lágrimas. La frustración del niño que debe resignarse a lo que los
adultos digan, así sea una estupidez, brota en amargas lágrimas que al menos dan
algo de consuelo. Y no sé si llorar abrazado por tu padre sirva de algo, pero
debe ser reconfortante (aunque sólo lo supongo, a mí mi padre nunca me abrazo,
mucho menos llorando). Yo sólo conocí el “te voy a dar para que llores por
algo” o el “uuuuy ya vas a llorar”.
Sólo pido algo: si quiere llorar, déjenlo
llorar por favor.
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