La semana pasada un chico de 15 años sacó
una pistola en clase para disparar en la cabeza a tres de sus compañeros y a su
maestra (dos de ellos y la maestra siguen graves), luego se pegó un tiro en la
cabeza y horas más tarde murió.
El país se consternó. El hecho que parecía
sólo ser parte de la realidad del vecino del norte y de los filmes nos había
alcanzado. Ya no podíamos diferenciar –respingando la nariz– que ellos son así
y nosotros de esta otra manera (mejor).
Se han dicho miles de cosas, se han hecho
miles de advertencias, las buenas conciencias han recomendado el acercamiento
con los hijos; en suma, se ha tratado de tapar el pozo ya que el niño está
ahogado. Como siempre.
Supuse que era un hecho aislado. El acto
extremo de un chico trastornado que quién sabe de qué forma llevaba su vida,
escolar y familiar. Un lamentable acto difícil de repetir.
Me he equivocado. Ayer, viendo un
noticiero mientas comía, salió una nota sobre otro tipo de actos de
adolescentes referente a la violencia y las armas. De advertencias y amenazas
sobre matar a los compañeros de clase, sobre joderse a todos. Alguno decía que
lo de Monterrey no había sido nada, que con él iban a sufrir de verdad. Uno de
estos imbéciles, que había hecho su amenaza por facebook, fue detenido ayer, y
en efecto traía consigo un arma cuando lo agarraron.
No creo ser alguien que se espanta
fácilmente. Pero ayer mientras veía la nota en la televisión estaba
completamente sorprendido, quizá abriendo de más mis pequeños ojos.
Ay de nosotros, tan cerca de los Estados
Unidos y tan lejos de la salud social.
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