Dice mi madre que cuando era muy pequeño
casi nunca lloraba, que cuando tenía hambre me limitaba a chupar mi dedo y
quedarme donde estuviera sin molestar a nadie. El indicador temprano del tipo
callado que soy, que prefiere no decir y quedarse con su sentimiento para sí
mismo, sufrir en silencio.
Un alivio para ella que yo fuera así, ya
que tenía que lidiar con dos chillones más que le robaban toda su atención.
Entre mis hermanos y yo hay sólo año y medio entre cada uno, así que hubo un
tiempo en que los tres éramos muy pequeños y los lloriqueos debían multiplicarse.
Quizá todas esas lágrimas que no derramé
cuando debí –cuando eres un mocoso que puede llorar, porque eso hacen los
bebés, así se les etiquete de chillones– se me acumularon dentro para después
salirse a la menor provocación –situación no muy placentera–, que si por la
película, o el recuerdo, la emoción, la canción, o cualquier otra tontería que
me hace llorar como un niño.
Creo que llorar es bueno, pero a veces me
parece un exceso cómo lo hago.
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