Había escuchado en las noticias algunos
años atrás, que en Argentina –según le dictaba su memoria– habían propuesto que
la gente guapa pagara una especie de impuesto o cuota, precisamente por eso,
por ser guapos. La mayoría de la gente se había burlado de la descabellada
propuesta, creyendo incluso algunos, que se trataba de una broma. La verdad es
que Diana desde la primera vez que escuchó la iniciativa, creyó desde muy dentro
de su ser que eso sería una especie de justicia divina. A ella no le parecía un
disparate la imposición de esa cuota para quienes gozaban de los beneficios de
un físico estético, porque en la “realidad real” la gente bonita tenía muchos
privilegios y prerrogativas que los feos sólo contemplaban y envidiaban.
Vino a su mente, sin que ella se hubiera
propuesto traer al presente, esa triste visión, de cuando para la presentación
de primavera de su segundo año en el kínder, para el papel principal, el de “el
hada de la primavera”, se eligió a Regina Bernal. La compañerita más blanca de
piel y rubia de cabellos, la presumidita por la que todos los niños –futuros
idiotas– suspiraban y deseaban que fuera su noviecita, la preferida de todos:
compañeros y maestra. No había importado cuánto quisiera haber sido ella el
hada del cuento, cuánto lo hubiera deseado con todo su ser y con todo su
pensamiento haciendo caso a lo que había escuchado: si deseas las cosas con todo el corazón, éstas suceden; ni que lo
hubiera deseado antes de apagar las velas de su pastel de cumpleaños con los
ojos cerrados y llena de ilusión, ni que hubiese visto pasar una estrella fugaz
en la callada noche y le suplicara anhelante. Su lugar ya estaba decidido en la
parte trasera del escenario con las otras “poco agraciadas” niñas, con las que
no deben llamar la atención. Años después comprendería que había resultado
demasiado fácil tomar esa decisión para la maestra, para esa o cualquier otra:
las bonitas son las hadas, las demás el relleno del festival: florecitas,
borreguitos y arbolitos.
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