Hubo un tiempo no hace tantos años, en que
me mortificaba mucho el estar solo con mi padre sin decirnos nada mientras
compartíamos el espacio de la cocina –o cualquier otro– que es el lugar donde
comemos. Trataba de recordar algún chisme familiar que él desconociera para
informárselo, o lo que era más sencillo, comentarle el resultado deportivo
sobresaliente de los últimos días: que si Federer había vuelto a ganar o que si
los Yankees seguían de líderes divisionales, si se avecinaba un vaqueros pielesrojas
o cualquier otro hecho sobresaliente. El deporte es un gusto compartido que me
heredó, en esas tardes ya lejanas de tenis o beisbol, de Navratilova y
Valenzuela.
Ya hablé sobre la relación que tengo con mi padre, una relación con comunicación casi nula en la que nos ignoramos
mutuamente por no tener nada que decirnos. Sólo viva en las ocasiones en que
nos tenemos forzosamente que comunicar algo uno al otro.
Lo que pasó fue que me harté. Me harté de
buscar algo que no existe entre nosotros. Porque si yo no sacaba el tema para
conversar él permanecía mudo frente a mí, sin ninguna molestia, y ni siquiera
eran conversaciones, sólo un intercambio de datos. Así que ahora el silencio es
quien siempre está presente cuando compartimos espacio, un silencio que él
abraza y que yo sé que no vale la pena romper. Igual a dos extraños que comparten
barra en una tortería.
Creo que le pesa estar a solas conmigo,
aunque pudiera serle indiferente. A quien le pesa es a mi madre por obvias
razones. Pero así son las cosas.
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