Hay un vacío existencial inmenso en la
sociedad.
La mayoría de las personas de cierta edad
pasan los días mirando las pantallas de sus teléfonos, compartiendo
banalidades, comentando estupideces, linchando a la nueva persona
desprestigiada sea figura pública o no, esperando ansiosos los viernes, para en
diciembre decir que el año se ha ido volando; viviendo por vivir, sin importar
que en Facebook digan que disfrutan cada día como si fuera el último y que
viven sin rencores disfrutando la bellísima vida.
Veo almas vacías refugiadas bajo el cobijo
del me gusta, buscando una supuesta
aprobación de no sé quién, de la sociedad quizá, lo que sea que eso signifique
en realidad; montones de personas buscando una tonta popularidad basada en la
trivialidad, la fama a costa de todo, la vacía y efímera fama de las redes
sociales, del plagio y la repetición.
Un vacío tan estúpido de refrigeradores
vacíos con dueños de teléfonos de última generación. Es para cagarse de risa
ver que esa persona que pregona la belleza de las pequeñas cosas sea la misma
que dice MORIR por el nuevo “gadget” de moda.
Millones de personas que esperan sanar y
alimentar su alma a base de compartir memes y frases positivas, de filosofías
en las que el universo conspira a su favor, de buenas intenciones y
aprendizajes continuos, de gente que sabe, a diferencia de otros, cómo es que
debe vivirse la vida. Pequeños “sabios” de la banalidad.
Millones de personas refugiadas en una
pantalla, resguardadas tras una pantalla, amparadas en la seguridad del
anonimato. Millones de personas intentando ser “alguien” en algún lugar del
ciberespacio, buscando encontrar dónde identificarse, dónde hallarse, dónde
pasar las horas que a veces se van tan despacito. Esperando ser alguien
significativo para alguien más. Con la palabra “amigo” lista para soltársela al
primer desconocido.
¿Y amor? ¿Ciberamor? Por qué no.
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