Le escuché decir a uno de mis primos
alguna vez que si cierta chica que gustaba de vestir con jeans entallados y
blusas escotadas fuera su novia, él no permitiría que usara esos atuendos.
Además, la chica en cuestión es dueña –en esos días lo era– de un cuerpo
bastante bien proporcionado que con la ropa antes señalada se robaba las
miradas de los hombres a su alrededor.
“Pendeja si te hiciera caso”, pensé,
aunque no lo dije. La verdad es que no creo que fuera un escenario propicio
para hablar sobre la libertad de una mujer, no sólo para vestir lo que deseé,
sino sobre otros aspectos de su vida. Sobretodo porque los presentes compartían
–y supongo que lo siguen haciendo– esa visión ultramachista, y alguno de ellos
incluso comentó algo todavía más acomplejado.
Diga lo que diga no les voy a cambiar una
perspectiva que heredaron y que rige la sociedad en la que vivo, que está, para
sorpresa de algunos, mucho más vigente de lo que creíamos.
Es agradable participar de una discusión
en la que la gente escucha y argumenta, no lo es intercambiar dogmáticos puntos
de vista aceptados por una colectividad sin argumentos, que aplaude cualquier
estupidez a favor de su causa y que no tiene intención de escuchar lo que “el
otro” diga, sólo de atacarlo. Al menos esa es mi experiencia.
La verdad es, que muchas veces me guardo
lo que pienso, qué sentido tiene argumentar ante oídos sordos. Y la libertad
que le doy a mi mujer es asunto mío, a pesar de lo que piensen los otros.
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