Después de la discusión piensas: debí decirle esto y aquello, también esto otro. Pero por qué no se me ocurrió revirarle con eso.
Pero ¿para qué? Qué más da que lo
hubiéramos dicho o que se nos haya escondido en la mente (quizá para mejor).
Ganar la discusión, vencer en la partida, sentir que l@ derrotamos, que tuvimos
la razón.
No vale la pena regresar a esas batallas.
Porque aun con toda nuestra mezquindad creemos que es mejor dejar que esos
estúpidos remordimientos ganadores se esfumen y dejar que esa situación se
instale en el pasado y se cubra con un manto férreo y opaco. No quieres que
tampoco ella lo descubra pero no sabes si ella desea lo mismo, cruzas los dedos
para que así sea.
Sí se cubrió con una manta, pero es una
manta translúcida que sin mucho esfuerzo de tu parte te muestra que ella estaba
equivocada (eso te sigue pareciendo) y que tú tenías la razón, pero que además
fuiste “bueno” y no le reprochaste lo que “debiste” reprocharle.
Pero quizá sea peor que no hayas recordado
aquello y no lo hayas dicho en el momento en que debió salir, que debió medirse
a su reclamo, dar la batalla que tenía que dar y morir matando al hacerlo.
Debía estar afuera, ser conocido por ambos y no quedarse a pudrirte los
pensamientos con su inmundo aroma de revancha.
Debió ser discutido, ser razonado, gritado
quizá (te conoces), escuchado; jugar su papel en la historia y quedar fuera de
combate, sin mayor poder que el que le da el necio, pero para suerte tuya ese
no es uno de tus defectos, ¿o era una cualidad?
¿Cómo se mata un pensamiento que no murió
de causas naturales?
No hay comentarios:
Publicar un comentario