El sábado 15 se cumplieron 60 años de que
muriera Pedro Infante, de que este país se sumiera en una tristeza inmensa de
la que algunos dicen que no ha salido porque se le sigue venerando como si no
hubiera pasado tanto tiempo. Este año también se conmemorarán 100 de que
naciera. Así que seguirán los festejos.
Ese sábado el canal de televisión que
tiene sus películas transmitió varias desde temprano, una probadita. Vi Dos tipos de cuidado con Gil. Creo que
es su primer película de Pedro, mi favorita, esa del duelo entre Pedro Malo y
Jorge Bueno, esa que me volvió a sacar carcajadas sinceras resistentes a los
años, esa que no entendí del todo la primera vez que la vi porque no tenía la
confianza de preguntar el meollo del asunto. Le encantó a mi niño.
Nadie mejor que Pedro para cantar a José
Alfredo o a Chava Flores. Para entonar canciones jocosas o valses rimbombantes,
rancheras dolorosas o huapangos festivos.
Cuando yo lo conocí, cuando me empaparon
con su voz y luego con sus películas ya llevaba casi 30 años muerto pero el
fervor que mi cotidianidad le tenía era magnánimo. Pedro era casi un dios. Las
mañanitas temprano para el cumpleañero, esas para la “chinita de sus amores”;
el disco para ambientar la tertulia del cumpleaños de mi tía, de cualquiera de ellas;
las películas para las tardes de ocio, incluso las tristes.
Y bueno, teniendo el temperamento que
tengo era demasiado lógico que se convirtiera en uno de mis grandes ídolos, que
lo venere y lo celebre escuchándolo y cantándolo. Ahora con mi Gil, que el
pobre niño ha heredado los gustos viejos de su padre.
El cantó “dios nunca muere”, pero es él el
que no lo hará.
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