sábado, 20 de abril de 2019

ese mi Dylan



<Ese mi Dylan>, lo saludaban casi todos los que lo conocían en el barrio cuando lo veían pasar.

El dichoso nombrecito gringo le hacía mucha más gracia a los adultos que a los chavos de su edad. En algún momento descubrió que su nombre era el mismo que llevaba un personaje de una serie norteamericana que estaba de moda cuando sus padres eran jóvenes, de menos de quince al menos. 

<Y dónde dejaste al Brandon>, le habían dicho más de una vez, sin entender a qué venía ése otro nombre del gabacho. Resulta que Brandon y Dylan eran dos compas cabrones que mandaban en el highschool de su barrio. El highschool, siempre mal traducido como secundaria por los pendejos que cambian al español los diálogos de todas las gringaderas que nos tragamos de este lado del río Bravo. <Que no mamen>, pensaba cuando escuchaba el error el Dylan, si hasta yo me doy cuenta que están muy rucos como para ir en la secundaria. 

Los muchachos chichos de la chingadera gringa. Pero no era una chingadera, en los tiempos mozos de sus jefes todos en el país estaban pendientes de sus aventuras. Y luego eran cuñados. El Dylan se rocanrroleaba a la carnala del Brandon y al parecer no había fijón. Ese mismo día en que supo de donde había salido su nombre, supo también que ese güero encopetado tan arrogante y cool era el amor televisivo de su madre.

El Dylan. Pareciera que era imposible decir su nombre sin acompletarle con el molesto articulito. Pero qué podía hacer si para sus propios padres era así: el Dylan, siempre el Dylan. 

Pero estos héroes de Beverly Hills eran galanes. Dos güeros guapos, delgados y con sus cuerpos bien marcados, esos dos donjuanes por los que toda chava que se considerara lo suficientemente bella quería pasar por sus manos y sus labios y sus camas, o los asientos de sus coches, porque ambos tenían su propia nave para pasearse con la rubia del momento y jugar a las artes amatorias. 

Y aquí estaba la carcajada de la broma que le habían jugado sus padres al bautizarlo con el anglosajón apelativo, él no era güero, ni tenía ese cuerpo ni esa estatura, mucho menos era guapo, ya no dijéramos simpático como eufemísticamente se le nombra a los que no están tan de la chingada, bueno, al menos así se hace con las mujeres. No podía dejar de pensar que cada que algún vecino o amigo le saludaba con el tan repetido <ese mi Dylan>, en su sonrisa se camuflaba un gesto burlón que no podía evitar reír al ver y nombrar la contradicción entre nombre y fisonomía.

Pero no estaba solo en cuestiones de pesares de nombre, la colonia se había llenado casi con el mismo número de niños de nombres extranjeros de los más distintos orígenes. El Brayan, el Ian, el Maicol, el Filip, el Jordan, el Kevin, el Yobani, el Estiv, el Didier, el Ragnar, por aquello de las vanguardias, y claro, también el Brandon. 

En todos la misma broma, en todos la piel morena. En todos la reminiscencia al meme que ríe señalando que tu rostro escupe lo prehispánico de tu origen por más que tu nombre lo intente negar. Y era verdad, los espejos no mienten.

La cereza que remataba el chiste era escuchar a su papá, quizá un quince de septiembre, un poco ebrio, decir que esos pobres gringos hijosdelachingada estaban pendejos porque las verdaderas raíces y tradiciones, la cultura, las tenían ellos, los orgullosos mexicanos. 

Y quién era él para quitarle esa alegría a su orgulloso progenitor.

2 comentarios:

  1. Aunque a mí me hubieran puesto Brad de nombre, como a Brad Pitt (cosa imposible por cuestión de edad, porque ese guaperas del cine aun no había nacido cuando yo ya vestía pantalón largo) o Marlon, con al chulo de Brandon, no dejaría de ser cierto el refrán que dice "aunque la mona se vista de seda, mona se queda", jajaja.
    Abrazos.

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    1. Tan cierto eso Josep. Acá dicen que aun con esos nombres el nopal de la frente no se quita, jajaja. Mira que nunca he oído de ningún Brad, y eso que este era el mero mero galanazo de las pantallas.
      Abrazos amigo.

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