Pienso que todos tenemos un chiste, una
anécdota, una rutina que creemos increíblemente graciosa y que por tanto repetimos
tantas veces como nos es posible. Cualquier escenario nos parece propicio para
hacer brotar sonrisas en los más serios y carcajadas en los más efusivos, o
hipócritas, pudiera ser; o eso es lo que creemos, con más convicción que la que
le tenemos a las bendiciones del universo.
Es eso que le escuchamos a alguien más y
nos pareció genial, dejándolo tal como lo oímos o poniéndole de nuestra
cosecha, o eso otro que creamos nosotros, en aquel chispazo de inspiración; nos
hace sentir tan ingeniosos, que sería una grosería no compartir la grandiosa
puntada con los que nos rodean. Hacerles el día, como dicen tanto ahora.
Y vivimos pensando que al menos tenemos
ese momento de gloria cuando aparece nuestro fantástico número. Hasta que
alguien ya cansado de volver a escuchar la misma estupidez nos dice que ya la
ha escuchado demasiado, o la termina de contar él, con hartazgo en su
entonación, o hasta tiene la osadía de reprocharnos que esa mierda absurda que
tanto hemos repetido ni siquiera es chistosa, que ya la dejemos de una buena
vez, porque ya tenemos hartos a todos.
Y no queda otra que buscar otra broma, no
podemos renunciar a esa pequeña gloria.
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