La muerte tiene un poder transformador
increíble. Basta con que uno muera para que se convierta accidentalmente en una
buena persona, para que se vuelva motivo de un homenaje repleto de sonoros
aplausos, para esta persona cuyo único acto redimitorio fue morir.
Y prohibido está querer decir que aquel
muerto era de tal o cual desafortunada manera, “de los muertos no debe
hablarse” te reprenden con una mirada severa. Pero no lo está uno difamando,
sólo se hace referencia a que por ejemplo, era un hijo de la chingada. La
verdad no tiene remedio.
La muerte de Luis González de Alba fue
finalmente la que hizo posible que su insistente petición para que el ingeniero
Gonzalo Rivas recibiera la medalla Belisario Domínguez se concretara. Prácticamente
fue cumplir el deseo de un muerto. O que expliquen por qué mientras Luis estaba
vivo y no cesaba en su reclamo no se le hizo caso alguno.
Pero creo que cualquiera querría seguir
teniendo vivo al imperfecto de su padre o su madre, que contemplar los quizá
raros aplausos y la medalla para homenajear a quien su única virtud fue morir.
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