Pocas semanas antes de que muriera Juan
Gabriel, estando en casa de mi tía Lupita, bromeando le dije a los niños que
pusiéramos unas canciones de Juanga, a lo que reprocharon: sáquese que. Una
semana antes habíamos escuchado canciones rancheras suyas mientras jugábamos a
las damas chinas. Además de las canciones, debieron soportar nuestras
aguardientosas interpretaciones de esas sentidas melodías, sobretodo en los
coros más populares.
Luego de recibir su rotunda negativa les
dije: ya los veré después chamacos, cantando al Juanga por una traicionera o
por una desinteresada chiquilla. Prácticamente me respondieron que estaba loco
y que eso no iba a pasar. Pero esa infantil negativa es tan parecida a la que
casi todos vivimos cuando nos dieron a probar cerveza, siendo aún chicos para
encontrarle un rico sabor a la popular bebida de cebada.
Días después murió mi admirado Juan
Gabriel y México y el mundo lloraron su muerte y llenaron todos los espacios
con su persona y su obra: con sus canciones, sus recuerdos, anécdotas y más. Fue
el tema varias semanas para pesar de todos los que lo despreciaban.
Supongo que la marea juangabrielesca
aunada a toda la devoción que tengo por sus canciones se conjugó para que naciera
en Gil también admiración por las canciones que escribiera el hijo predilecto
de Ciudad Juárez. Ahora Gil me sorprende cantando estribillos que conocí cuando
tenía su edad, germinando su gusto por esas emotivas canciones que a tantos nos
significan.
Le dije el otro día que quería escuchar
canciones de José José, mi otro gran intérprete favorito, y me reprochó que
mejor pusiera a Juan Gabriel porque José José sólo cantaba y Juanga había
escrito las canciones. Ah que niño exigente.
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