Tu día va normal, todo lo normal que se
puede, y en un instante, en pocos segundos tan sólo, todo se va a la mierda. La
pequeña pieza de dominó termina tirándolo todo, lo ha jodido todo. A veces ni
siquiera eres consciente de qué fue lo que pasó. Sólo pasó. Y ahora, segundos
después, todo es distinto. Lo dicho ya está flotando en el aire y no se puede
retirar, lo hecho ya hizo el daño que iba a hacer, a veces más del que se
buscaba, casi nunca menos. Lo dicho nunca va a ser borrado con unas
bienintencionadas disculpas, por más sinceras y arrepentidas que sean. Lo
hecho, mucho menos todavía.
Hijo
de tu puta madre, grita a toda voz el conductor
ante la violenta embestida del carro que impertinente se metió frente a él a
sólo centímetros de golpearse los coches. La sangre concentrada, las venas
salidas, la ira dispuesta. Toda la frustración de la naciente semana
concentrada en esa vehemente mentada de madre. Y cuando el gritón ve salir a un
enorme tipo con cara de villano de película de mafiosos que le mira con
desprecio y crueldad, sabe que todo se ha ido a la mierda.
Es cierto ese cuento de los clavos en la
puerta. De que cuando uno ofende a otro clava un clavo en su puerta, en su piel sería
más pertinente decir. Luego, al reflexionar, para reparar el daño, se pide una
disculpa o se hace algo para enmendar lo que se hizo; al hacerlo se saca el
clavo que se había introducido, se quita. Pero ha quedado un hoyo en la madera,
en la piel, una marca queda como señal de lo que pasó, por más bella que haya
sido la compensación realizada la marca ha quedado. Se podrá tapar pero aun así,
hay una marca provocada por lo sucedido, que no se vea no quiere decir que no
exista.
Fue necesario un solo instante para perder
la normalidad, para caer en la trampa de la ira. Para clavar en el corazón de
nuestra amada la imborrable daga o para provocar al grandulón que nos viene a
golpear dejando salir también su rabia.
Un instante solamente.
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