Cuando mi madre sabe que va a tener una visita se esmera en que la
casa, o al menos las partes que quedarán visibles a los visitantes, queden
limpísimas. Pide a la señora que la ayuda en el quehacer que deje de hacer
cosas que están dentro de su rutina de limpieza para poner atención en que
todos los recovecos de la sala, comedor, baño y cocina (porque puede ser que la
atrevida visita quiera meterse a la cocina por alguna razón) se vean sin la más
pequeña partícula de polvo. Mi madre ya no posee una vista que pudiera
presumir pero para asuntos que mezclan polvo escondido y visitas, se le agudiza el
enfoque como si de los ojos de un halcón hambriento se tratara.
El problema surge cuando esas visitas llegan sin que hayan avisado
su presencia. En que aparecen cuando no se les espera y el travieso destino
hace conjugar la aparición de los visitantes con el polvo acumulado –que pasó inadvertido– de un par de
semanas en las que no llegó nadie extraño a la cotidianidad de la casa. No lo
sé de cierto pero imagino que mi madre experimentará algo parecido a las
guerras internas que juego cuando no logro dejar de morder mis labios y por
alguna razón no puedo hacerlo, o cuando no puedo dejar de mirar ni de pensar en
eso que alguien me ha movido de lugar y no puedo colocar en su lugar designado. Es una
espina gigante bien clavada en la planta del pie.
A pesar de que siempre se le dice a los amigos e incluso a meros
conocidos: ven a visitarme, ven cuando quieras, mi casa es tu casa. No son tan bien recibidos de improviso. Imagino
que lo primero que le pasa a mi madre por el pensamiento es: Cómo vino esta
persona a visitarme sin avisar. ¿Por qué se ha tomado esa libertad?
A tantos años de convivencia con mi madre y a tantos años de ver
que no nos correspondemos en casi nada, la conozco mucho más de lo que ella
quisiera. Así que sé que su molestia en caso de ser sorprendida con la casa
algo polvosa no se debe a una obsesión con la limpieza ni a cosa parecida, sino
a lo que la visita pueda ver, pensar, juzgar y siguiendo la cadena, contar a
los demás sobre el mucho o poco polvo que acompaña a nuestra casa. Creo que a
mi madre la aterra que su supuesta condición de mujer sucia, pésima jefa de
casa, o algún otro adjetivo que pueble la imaginación del chismoso esté en boca
de todos los demás.
Que si van a hablar sobre ella y su casa hablen de lo lindo que se
ve su hogar con toda la madera que le mandó poner y en lo brillante y cuidada
que esta está, de su creciente colección de campanas coleccionables o de lo
brillantes que están sus copas de cristal cortado en el nuevo mueble que luce
monstruoso desde su comedor.
La razón de esta obsesión es demasiado simple y
humana: cuando ella va a casa de cualquier persona, es mirona, juzgona,
criticona, y dado el caso y la persona indicada, chismosa (aunque según ella si
lo que se comunica es verdad no es un chisme). No creo que haya lugar o momento
en que su inquisidora mirada no se pasee por todos los rincones que a la vista
estén para inspeccionar el qué y el cómo de esa casa; para juzgar si lo que vio
es pasable, agradable o inadmisible en un hogar bueno y respetable.
Y la cosa no es que mi madre se dedique a ver las pajas en los
ojos ajenos mientras la viga del propio se le desparrama sin remedio. No. Eso
no pasa porque ella hace todo lo posible porque así sea. Ella se deshace de su viga. Cuando su casa se enfrenta a miradas como la suya, generalmente está
preparada con el brillo necesario que cegué al juzgón y duerma su mala prensa.
Es cierto que las apariencias engañan, pero los demás no tienen
forma de saber cual es la cotidianidad del lugar en el que mi madre habita, que
como podrán imaginarse nunca está desordenado, eso es algo que ella no puede
permitirse para el lugar donde vive. Si hablamos de apariencias siempre será
mejor aparentar limpieza y orden que suciedad.
Y mi madre es campeona de las apariencias.
Y mi madre es campeona de las apariencias.
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