Amélie compra sus vegetales con el tendero
de la esquina. Un hombre común, tan común como cualquier otro hombre que se ha
dejado envolver por el ajetreo cotidiano, mesieur Collignon. Con él labora un
chico disperso, distraído, que se puede quedar horas contemplando las
caprichosas formas de un vegetal cualquiera, hasta que el grito de su patrón lo
saque de su ensimismamiento vegetal y trate de ponerlo en ese ajetreo junto a
todos los demás. De poco sirven todos los esfuerzos, burlas y malos tratos del
mister Collignon, Lucien, que así se llama el chico, no cambiará. En su
naturaleza habita ese comportamiento tan poco servible en este mundo
apresurado. Será sólo el imbécil, el imbécil que sólo sabe perder el tiempo.
¿Y quién podría pensar que ser como Lucien
es una cualidad? ¿Qué iluso lo pensaría un ser especial? Sólo aquel eufemista
que adjetiva de esta manera los retrasos mentales. Lucien no está hecho para
convivir en este mundo. Tampoco es especial.
Lucien “vive en la luna”, como algunos
otros que compartimos el gusto por la nada, y nos quedamos mirando a ninguna
parte entre bocado y bocado con cientos de ideas haciendo fila para ocupar
nuestro ahora, mientras cenamos. Y al menos en la cena ya no hay prisa, que
hacer eso durante el desayuno es impensable y estúpido. Time is money.
Amélie comprende a Lucien. Es empática con
él. Pero sólo alguien que se ha propuesto utilizar su tiempo para dar una
alegría a los demás podría solidarizarse con ese hombre que sólo sabe perder el
tiempo.
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