Había hecho todos los alardes que a los de
mi género corresponden. Emplee todas las actitudes, pero mucho más la palabras.
Es tan cierto que un buen verbo mata muchas cosas, aunque no todas. Le había
dicho que iba a conocer lo que era hacer el amor al estar junto a mí, conmigo, al
permitirme hacerle el amor, o el sexo, que dicen los románticos que sólo se le
hace el amor a quien se ama. Eso es lo de menos, decir que se hace el amor hace
que el acto suene menos vulgar.
La seduje o se dejó seducir. Quizá dejó
que me creyera el cuento de que había sido responsabilidad exclusivamente mía
el que nos fuéramos a la cama a gozar. Quizá pensó que así estaría yo
envalentonado ante mis cualidades de macho don juan conquistador, que el
creerme el todasmías repercutiría en mi desempeño sexual y me convertiría en un
amante que superara el sobresaliente. Que brotara en mí algo más allá del sexo
casual alentado por el motor del gran seductor que logró su objetivo.
Desconozco su experiencia sexual pero creo
que para su edad debe saber cómo somos los hombres. Somos dedicados y
caballerosos mientras buscamos la recompensa acunada entre sus piernas,
mientras no tenemos la certeza de que nos obsequiará un intercambio de caricias
y un orgasmo compartido. Luego, cuando ya está en nuestros brazos y las prendas
han caído, sólo importa nuestro goce. Y tanto porno nos ha hecho pensar que las
mujeres se vuelven locas con nuestras fantásticas penetraciones e implacable
lujuria. Nos engañaron a ambos.
Y así, tras menos de cinco minutos de
inconstantes embestidas la función acaba. La eyaculación llega con el fin del
deseo, que ya fue satisfecho, que hasta ahí llegó. Por algo será que la
estadística dice que hay millones de mujeres que no conocen un orgasmo.
Si ella no lo conocía, ha quedado igual. ¿Habría
esperado algo más?
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