Me quedé mirándola un momento, mis ojos
fijos en los suyos. Contra mi costumbre logré sostenerle la mirada. Pude
contemplar la molestia y el reclamo que se le salían por los ojos color miel,
con toda su expresión retadora: un solo gesto mostrando toda su fuerza. Le
sostuve la mirada, sereno, sin recurrir a una risa nerviosa salvadora, ni
huyendo de ella, tampoco devolviéndole enojo ni rencor.
Ay vida mía. Qué quieres que te diga. Soy
igual a todos los demás. Tengo los mismos instintos básicos del macho que huele
a la hembra, la misma satisfacción cuando aparecen unas magníficas nalgas y
puedo mirarlas, el mismo deseo por tu cuerpo y por tu sexo, que siempre quiero
poseer: claro. ¿Esperabas algo más?
¿Por qué tendría que ser distinto a los
demás? Quién soy yo, qué tengo de especial para ser diferente a todos los
otros. Por qué crees tú que te mereces a alguien incomparable, un animal raro. ¿Qué
has hecho para merecerlo? ¿Eres tú tan diferente a las demás mujeres? ¿Mejor?
Su sentencia había sido lapidaria como
estúpida: ¡Eres igual a todos los hombres!
Al menos en este rubro, sí tenían sentido
los postulados revolucionarios que dictan que todos los hombres somos iguales.
Al menos, a los ojos de una mujer resentida.
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