Qué bella carta fraterna le regaló Pixar a México con su nueva película, aunque nombrarla una carta de amor sería quizá más pertinente. Qué bella historia, con tantos detalles mexicanos. Ahí están muchos pueblos de este país trasladados a la animación de forma magistral. Ahí está esa chancla que no sé si los niños de ahora conocerán, aunque a mí nunca me la aventaron pero sí que golpeó mis nalgas varias veces.
Ahí están nuestros panteones vivos, repletos de flores, música y gente. Quedó para la eternidad y para el mundo una de nuestras más bellas tradiciones, esa que dice que una vez al año nuestra gente regresa del más allá para degustar de lo que en vida gozaban: tequila, tamales, mole, arroz, pulque, pipián o cualquier otra delicia. Cuando las calles se visten de calaveras pero nadie las teme, también el chocolate toma la forma de la huesuda para recordarnos que nadie se salvará de quedar así. Ahí están también las familias mexicanas, unidas (casi todas), matriarcales, de abuelas que te demuestran su amor con comida así seas su nieto más remilgoso.
Ahí están también nuestros ídolos muertos (creo que Juan Gabriel estaría de no ser tan reciente su muerte): Pedro, Jorge, Cantinflas, el Santo, Frida.
La idea es muy simple: nadie muere realmente hasta que no queda nadie que lo recuerde, hasta que no queda nadie para contar esas historias pasadas por tantas bocas cargadas de admiración y asombro. Y pienso en mis pequeñas primas hablándome de mi abuelo con tal veneración como si hubieran tenido el placer de brindar con él el día de su cumpleaños, como si hubieran estrechado su mano y besado su mejilla, como si lo hubieran visto apagar ochenta velas de un solo soplido.
Una hermosa probadita de México le ha regalado Pixar al mundo, para orgullo nuestro. Una hermosa carta de amor en estos tiempos donde otros se empeñan en sembrar odio y rencores.
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