Pero hagas lo que hagas, prohibido el sincericidio, dijo tomando
mi brazo y mirándome. La cara de desconcierto que he de haber puesto la animó a
explicarme a qué se refería. No puedes ir por la vida abriéndole tus entrañas a
cualquier tipa que muestra un poco de amabilidad hacia ti. Ya te he dicho que
tu mirada a pesar de su tristeza tiene un algo de dulzura, se ve de lejos que
eres buen tipo, así que no es complicado que una mujer sin piedras en el camino
decida obsequiarte una sonrisa por pura amabilidad. Pero no puedes encontrar a
alguien y pretender mostrarle tu verdadera persona con un afán seductor: la
víctima que busca simpatía. Recuerda, todo lo que se cuenta de la verdad es
pura mierda en el afán pendejo de que los niños no le mientan a sus padres. Lo
sé bien, de eso hemos platicado bastante, pienso para mí.
No soy tan ingenuo. Me mira incrédula, esbozando una bella mueca
sonriente. Sí… lo soy, digo sonriendo mientras volteo mis ojos hacia arriba
casi sacando el iris de lo visible del ojo, pero no tanto. No voy por la vida
contándole mi intimidad a cualquier mujer de sonrisa linda. Tampoco exageres.
No exageres tú, sentenció firme. Te conozco cabrón. Te es tan fácil armar
historias de amor ante cualquier indicio sólo visto por ti.
Vamos, estamos de acuerdo en que no puede uno andar pensando en
enamorar a alguien fingiendo ser quien no eres, dándotelas de lo que sea que
creas que impresionará a tu prospecto. En eso no hay vuelta de hoja. Pero una
cosa es ser quien eres y otra muy distinta es cometer sincericidio; continuó
diciendo mi querida amiga.
Ya ves aquella gorda del haiga, cuánto se tardó en decirte que
tenía un hijo. Si pendejas no somos. No quería echarte a correr antes de
tiempo. Sé cuánto me quiere mi amiga, bueno, no sé exactamente cuánto pero sé
que me quiere la cabrona. Algo así como yo la quiero a ella.
Me acuerdo bien de esa gorda (que no estaba gorda en sí, pero no
era delgada), cuyos kilos abdominales nunca me hicieron ningún tipo de ruido en
la cabeza; pero eso del haiga y el dijistes, venistes, trajistes, puta, eso sí
me puso los pelos de punta. Quééééé, pensé, tratando de que mi sorpresa no
cambiara mi expresión. ¡No mames! Donde me encuentre a algún amigo y a esta se
le salga lo macuarro. Qué pinche vergüenza.
Lo más cagado del asunto de su expresión lingüística fue que una
vez yo dije no recuerdo qué cosa y ella me corrigió alegremente, con la mano en
la cintura: No se dice así, se dice así,
me espetó en un tonito de maestra que quiere hacer entender a un niño medio
tonto algo demasiado simple. Tampoco en ese momento interrumpí mi jeta
sonriente, pero en mi interior estalló una irónica carcajada que me retumbó de
más. Mira esta mujer: dice “ira” pero me está corrigiendo cómo debo de hablar.
Ah chingá.
Obviamente le tenía que contar aquello a la Karlita. Tenía que
burlarme de mi quizá futuro amor con algún cómplice. Compartimos lo burlones.
No mames men, ¿te cae? Júralo. Entre la verdad de los hechos más mi magnificada
y elocuente descripción mi amiga no paraba de reír y de soltar precisos dardos,
el aderezo perfecto para la burla implacable en la que participábamos.
Lo que es la soledad mujer, le dije semanas más tarde a mi amiga.
Ya estaba viéndome de novio con mi gorda del haiga. No mames, haiga sido como
haiga sido, le hubiera dicho antes de cogérmela. Más carcajadas. Y es que salvo
aquellos desperfectos en su expresión oral era una mujer agradable, soportable,
con cierto atractivo que la soledad magnifica. Una mujer común, quizá
demasiado. Aunque tenía otras cualidades orales dignas de tomar en cuenta, no
la gran maravilla pero la soledad de nuevo hacía su parte.
Ya escribió mi vilipendiado amigo: confundimos amor con compañía
en ese miedo idiota de vernos viejos y sin pareja, y escogemos con la cabeza lo
que del corazón es. Pendejos que somos. Casi no se nos da.
Bromas aparte, esa inculta gorda –qué pena, ya siempre me refiero
a ella así, a pesar de todo lo que le reñí a Karla sobre eso– me hizo caminar
entre nubes un momento, algunos días. Porque aparte del maravilloso embrujo de
una nueva persona interesada en ti y el embriagante postre de las primeras
veces –cuando se te comienza a poner duro con sólo tomar su mano–, es
jodidamente emocionante sentirte apreciado por alguien a quien también ves
especial, con mayor o menor miopía.
Ahí estás como adolescente dejando que las mariposas aleteen y que
tus calzones se ensucien, ahí estás pintando posibilidades y armando caminos
hacia finales felices. Y aunque eres totalmente consciente de que es pura y
llana calentura –la mancha de tus calzones es la prueba– no piensas en ello,
te dejas llevar, sabiendo que tras tocar su mano y acariciarla y entrelazarla a
la tuya tocarás su cintura; que la abrazarás y la besarás en una rutina
repetida que no aburre a nadie, y que tocarás y apretarás sus nalgas,
retrasándolo un poco para que no piense que eres un vulgar calenturiento,
aunque lo seas; y apretarás sus pechos entusiasmando tu erección, recorrerás
toda su anatomía que quede al alcance de tus golosos tentáculos, esperando
despertar su deseo, para acabar penetrándola y eyaculándole dentro, con cientos
de caricias, besos, lamidas, mordidas, nalgadas y todo cuanto aparezca mientras
en efecto le haces el amor. Un tipo de amor nutrido constante de soledad y
fantasías onanistas.
Karla había dicho: abriéndole tus entrañas. Me gustó esa
expresión. Pienso que el lugar donde esté albergada el alma será en las
entrañas. Es que eso del alma suena tan lindo, así lo hemos disfrazado. Pero
hay mucho más dentro para ver, para conocer y con lo que convivir. Almas
atormentadas o apestosas, llenas de cadenas y cicatrices, muy distintas de lo
que evocamos cuando escuchamos el sustantivo.
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