No sé, quizá a la hora de la hora de mi muerte, cuando esté cerca de ver a la huesuda cara a cara también me quiebre y pida que me traigan un sacerdote y recen por mí. Veo eso como algo imposible, imposible en este momento en que me limito a mirar a la muerte como a una compañera cercana que siempre está por ahí, pero a la que se evita, por costumbre aprendida, a mirar a la cara: no vaya a ser que le des tentación.
De nada se tiene certeza hasta que se le enfrenta. Desde la mujer ante el necio seductor que se presume como el mejor amante hasta cómo reaccionaremos ante la muerte del ser amado. La razón obedece al ego más que a nuestra esencia, y hablar a toro pasado sigue siendo tan sencillo.
Recuerdo que en Truman (que sigue siendo una ficción) el personaje de Ricardo Darín, famoso ateo, dice que ante la inminente muerte ha dejado su ideología de toda la vida y se ha aferrado a ese dios al que tanto había despreciado. Su gran amigo no se lo cree, pero el miedo no anda en burro, dicen por acá.
Por más librepensador que me crea no sé que pensaré ni sentiré en esos momentos, en caso de tener que enfrentarme a ellos; porque podría morir de súbito y nada de esto importará.
O podría también morir con una buena broma: y pedir no uno, sino dos sacerdotes. Para morir como Cristo, entre dos ladrones. Sería una buena puntada.
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