"El muchacho no insiste. Tiene esa peculiaridad de la no insistencia, como si se quedara esperando; como si estuviera acostumbrado a esperar respuestas que nunca se producen y permaneciera ahí, mudo en su lugar, en su necesidad de esperar".
Leo este párrafo del extraordinario blog de mi querido amigo Gavrí y me quedo pensando que se me ha ido media vida esperando. Pienso que soy como ese muchacho que no dice nada, que se queda esperando, que no exige ni pide, sólo espera mansamente.
Soy ese que se queda sosteniendo la bocina del teléfono junto a su oído esperando que su interlocutor regrese como prometió, así hayan pasado ya casi cinco minutos; espera, porque el otro lo ha dicho y todavía creo en la palabra de los demás, por inercia. El otro se ha ocupado con algo más y no volverá a la conversación, pero yo sigo esperando; qué pena que regrese y no me encuentre. Ese otro cree que ya le habrán colgado concluyendo la llamada, seguramente al minuto de la interrupción, como cualquier persona cuerda haría. Time is money.
Siempre he sido así.
Fui el niño tranquilito que se quedaba sentado chupando su dedo, quietecito, sin atisbo de lágrimas ni pataleos, esperando "paciente" a que su madre se diera cuenta de que tenía hambre. El niño ideal que no daba lata, el trabajo ideal para la chica que me cuidaba, el aliado perfecto mientras la madre atendía a los otros dos, los que sí exigían atención para ellos. Como corresponde.
Esperar para no incomodar a los demás. Esperar como imbécil.
No sé si habré recibido una fea respuesta en caso de haber exigido la atención materna con o sin justificación –mía o de ella– en esos tiempos lejanos. Creo que podría ser. Aunque la verdad es que me veo, me contemplo en mi desnudez y veo a ese tonto que espera y que se conforma, que se ha jodido a sí mismo por no joder a los demás.
Leo este párrafo del extraordinario blog de mi querido amigo Gavrí y me quedo pensando que se me ha ido media vida esperando. Pienso que soy como ese muchacho que no dice nada, que se queda esperando, que no exige ni pide, sólo espera mansamente.
Soy ese que se queda sosteniendo la bocina del teléfono junto a su oído esperando que su interlocutor regrese como prometió, así hayan pasado ya casi cinco minutos; espera, porque el otro lo ha dicho y todavía creo en la palabra de los demás, por inercia. El otro se ha ocupado con algo más y no volverá a la conversación, pero yo sigo esperando; qué pena que regrese y no me encuentre. Ese otro cree que ya le habrán colgado concluyendo la llamada, seguramente al minuto de la interrupción, como cualquier persona cuerda haría. Time is money.
Siempre he sido así.
Fui el niño tranquilito que se quedaba sentado chupando su dedo, quietecito, sin atisbo de lágrimas ni pataleos, esperando "paciente" a que su madre se diera cuenta de que tenía hambre. El niño ideal que no daba lata, el trabajo ideal para la chica que me cuidaba, el aliado perfecto mientras la madre atendía a los otros dos, los que sí exigían atención para ellos. Como corresponde.
Esperar para no incomodar a los demás. Esperar como imbécil.
No sé si habré recibido una fea respuesta en caso de haber exigido la atención materna con o sin justificación –mía o de ella– en esos tiempos lejanos. Creo que podría ser. Aunque la verdad es que me veo, me contemplo en mi desnudez y veo a ese tonto que espera y que se conforma, que se ha jodido a sí mismo por no joder a los demás.
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