Para los católicos más devotos, aunque podría decir más ingenuos, el origen de la vida (de los humanos) se dio en un paradisiaco lugar del que proviene el adjetivo que acabo de usar, donde todo era felicidad y el dolor era algo inexistente. En ese lugar dios se puso a jugar con barro y terminó creando un hombre –qué cosas no–, luego, al ver su soledad y supongo también aburrimiento, le sacó una costilla estando dormido para hacerle una compañía.
En días recientes me he topado con dos reflexiones, curiosamente de dos argentinos universales, que tienen por escenario este mítico lugar.
Le escuché decir hace poco (aunque lo dijo hace más) a Jorge Bucay, que una de las razones por las que los humanos siempre le echamos la culpa a alguien más sobre lo que nos pasa, está fundamentada en el mito de la creación. Ya que cuando dios lleno de cólera le reclamó a Adán el haberlo desobedecido y haber probado del fruto inprobable, éste, usando una cínica lógica, lo culpó de sus actos: la fruta me la dio a probar la mujer que tú me diste. Lo que visto así daba algo de esa culpa a dios.
En días recientes me he topado con dos reflexiones, curiosamente de dos argentinos universales, que tienen por escenario este mítico lugar.
Le escuché decir hace poco (aunque lo dijo hace más) a Jorge Bucay, que una de las razones por las que los humanos siempre le echamos la culpa a alguien más sobre lo que nos pasa, está fundamentada en el mito de la creación. Ya que cuando dios lleno de cólera le reclamó a Adán el haberlo desobedecido y haber probado del fruto inprobable, éste, usando una cínica lógica, lo culpó de sus actos: la fruta me la dio a probar la mujer que tú me diste. Lo que visto así daba algo de esa culpa a dios.
Ahora que estuve releyendo Ficciones, Borges también hace una alusión a ese lugar de ensueño:
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