Cuando uno escribe, vuelve una y otra vez a sus lugares comunes, a los sitios que conoce, en los que se siente cómodo, los que le mueven algo profundo, a los que le provocan urticaria (alguien podría decirme: oye cabrón, de eso ya te has quejado varias veces. Y es que si uno se ha vuelto un amargado que ha encontrado en la queja a una buena compañía, pues te quejas; y, si tienes la fortuna de tener lectores, sufrirán tus repeticiones y desvarios. No es la gran cosa en realidad).
Es que cuando uno intenta ser sincero mientras teclea parece ser el resultado obvio. Se escribe de lo que se conoce, y al parecer a veces no hemos quedado satisfechos con lo previamente tecleado, o existe una arista que no se había tratado en absoluto, o no a placer, por la razón que esto haya sido. O simplemente se repite la obsesión.
En cierto momento de susceptibilidad y acumulación rencorosa escribí, creo que consecutivamente, sobre el dolor que provocan las ofensas que vienen de ciertos destinatarios (mi madre) y sobre la pertinencia que tendría proveerme de una armadura en la que se estrellara todo sin menguar en mi hasta ahora frágil alma. Ahora veo que antes de eso también había tecleado sobre la calumnia materna que me tilda de egoistamentiroso ante mis para mí justos reclamos.
Es lo que hay.
Ya Tamara (siempre Tamara) me había advertido, ¿hace cuántos años?: Tienes un asunto que resolver con tu madre. Tan obvio es el asunto.
No veía manera de que eso pasara. ¿Intentar resolver algo con mi madre? Antes de eso logro correr un maratón a pesar de mi pie plano.
Ahora lo puedo ver. El asunto es con mi madre –un asunto enorme– pero lo tengo que resolver solo. Porque finalmente al que le duele es a mí no a ella. El que necesita la armadura soy yo.
Nunca voy a saber la razón por la que ha hecho tantas cosas, pero llegará el día en que deje de importarme y en que en verdad me valga una mierda lo que ella haga o deje de hacer para conmigo.
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