Dice mi amigo Gavrí que todos los
monstruos somos en el fondo románticos. No sé si todos lo sean, sé que nosotros
dos sí lo somos. Eso creo.
Este párrafo es del libro que escribí, uno
de los párrafos autobiográficos, un recuerdo de lo que pasó cuando me enamoré
de mi Tamara, cuando me dispuse a contarle quien era, a describirle al
monstruo:
Pero
no quieres engañarte ni engañarla, que no diga después que le dieron gato por
liebre, caballero por patán, librepensador por prejuicioso. Y decidiste
hablarle de todos tus defectos, de tu pasado, tus prejuicios, tus traumas y
frustraciones, quieres que vea al monstruo en su totalidad y decida si lo mejor
sea retirarse sin recibir tanto daño. Aunque los defectos siempre son menos
oscuros platicaditos, contados e incluso matizados a la conveniencia del
juzgado, sin testigos no hay réplica ni contradicciones, nadie puede decir si
exagero o miento, buscando su compasión, comprensión y amor, que la simpatía
parece que la tengo ganada. El monstruo verdadero es más letal del que cuentan
las historias. La historia la escriben los vencedores, nunca los vencidos, ni
los agredidos, las víctimas de una humillación; siguen su vida por ahí,
cargando sus cicatrices, como todos.
Es el recuerdo de lo que hice y la
reflexión de lo que también hice al hacerlo. Mi ego y mi vanidad, mi amor
propio (torpe, pero ahí está), matizaron al monstruo, a ese ser que parece
pernoctar tras los arbustos, que a veces pareciera que se ha ido a dar una
vuelta pero que en verdad siempre está ahí, con un ojo medio abierto para
aparecer cuando le plazca al desgraciado. El que ella conoció realmente.
Y quizá sí seamos todos los monstruos
románticos muy adentro, pero a veces no es suficiente.
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