Diez años escribiendo

Pasaron diez años ya de aquella primera entrada en la que dije que escribir era una necesidad que tenía. Luego de más de 800 entradas parece que tenía razón. Al menos no ha quedado como la presuntuosa sentencia de uno más de los miles que todavía abren blogs, pese a que dicen los que presumen saber, que ya nadie lee.

La sorpresa fue, y es, saber que quienes se acercan a leer estas letras de este Gilo son personas que no me conocían, y que las visitas a esta humilde morada electrónica son exclusivamente por el gusto de leer lo que este tipo teclea. Lo que me da un orgullo inmenso.

El orgullo por escribir. Por hacerlo de la mejor manera posible, poniendo empeño y dedicación. El orgullo por lo aprendido, por esos versos que nunca creí que llegarían. La alegría por todos los amigos de letras. Por esa amistad sincera. El orgullo personal, esa satisfacción que es sólo mía.

Gracias inmensas a todos.

Felicidad

Esto lo dice un gran escritor, que no he leído, pero cuya trascendencia ha podido evitar el paso de los años. Que tiene al menos dos obras ahí, donde uno conoce sus nombres a pesar de no haberlas leído, pero ha visto alguna película, porque hay varias de cada obra.

Con todo y todo, estoy en desacuerdo con lo que dice o que dicen que dijo (en estos tiempos ya no se sabe). 

La felicidad de la infancia es la mayor que quizá lleguemos a sentir. La más grande, la más pura. Hay risas y emociones extraordinarias que no pueden compararse con alguna venidera, para desgracia nuestra. Claro, para alguien que tuvo una buena niñez como yo. Sin lujos pero sin carencias, con ambos padres y dos hermanos, con todo lo que cualquiera podría desear.

No hubo desgracias. Ni tragedias ni nada parecido. Sí una infancia muy feliz.

¿O será que esa felicidad que sigue a la mayor desgracia es extraordinaria? No sé, pero no me interesa conocerla.

Será

 Esto fue un poco una casualidad. Quería ir por otro lado, con otro poema. Pura inspiración quizá.

Será que tú te preguntes

cómo abrí el cajón oculto

 aquel en el que guardabas

la miel de tus dulces frutos,

el de esa chica tan tierna

que me abrió todo su mundo.

Será que tú te preguntes

si usé algún conjuro oscuro,

si forcé la cerradura

si ha sido un truco con humo,

si la llave ya tenía

si soy el que tu alma curo,

si seré tu alma gemela

si he recurrido a algún brujo.

Será que algún día me pienses

o soy un muerto sin luto.

Cosas de la vida

Cuando Will, el personaje interpretado por Hugh Grant, en la maravillosa "About a boy", se da cuenta de que salir con una madre soltera es una increíble situación, ve demasiadas ventajas en hacerlo.

Se abre ante sus ojos un nuevo mundo desconocido. Sin culpas ni remordimientos, donde un patanazo como él puede ser visto como un caballero frente a los padres de los hijos de las mujeres en cuestión.

Ni siquiera tiene que esmerarse mucho para meterlas en su cama, luego de sólo convivir con lloriqueos, berrinches y soledad, vale la pena ver qué puede darles este hasta ahora acomedido hombre.

Pero esta película no muestra una parte muy común, al menos en mi experiencia, del salir con una mujer con hijos. En cualquier momento puede pasar algo con sus hijos. Un golpe, un malestar estomacal, un simple berrinche. Cualquier cosa. Y no importará que ya estés en la puerta de su casa con los boletos del cine y el vino listo. Su hijo la necesita. 

Y tú debes esperar. Y nada de lo que digas dejará de sonar mezquino y hacerte ver como el peor.

Y resultará obvio señalar que siendo más de un retoño, las probabilidades de que algo referente a ellos te cancele la cita y mate tus deseos se incrementan.

Esa es la realidad. Un mundo lleno de mujeres con hijos.

 

Un divague

Una cosa son las ganas y otra es la inspiración. Aunque es común que alguien sin ganas argumente falta de inspiración. 

A veces hay ganas de hacer pero uno no se inspira y va con pasos de cojo trastabillando en su trabajo. Pero haces.

Muchas veces no hay ganas, y no parece que aparecerán de alguna forma. 

Pero como dicen que dijo Picasso: la inspiración tiene que encontrarte trabajando. Y entonces es el tiempo el que se esfuma, no es suficiente. O te faltan manos.

Aunque también dijo Jorge Drexler en una gran canción: las musas huyen si las asedias.

¿Qué?

¿Qué me pasó?

Cuántas veces me he hecho la misma pregunta sin poder llegar a una respuesta satisfactoria. Demasiadas. Sobre todo después de aquellas sesiones de diván, de aquellas duras y reveladoras sesiones.

Sólo sé que una bola de nieve comenzó a crecer en algún momento. ¿Cuándo? No lo sé, no lo recuerdo. Pero la inmensa bola que es ahora se sigue desparramando sin visos de poderse detener.