domingo, 28 de abril de 2019

libro amigo II

La idea que tenía en la cabeza era que un libro no era el mejor amigo posible pero que sí era la mejor compañía que se podía tener. Luego de divagar un poco al respecto en la entrada anterior, pienso que es al revés de lo que pensaba: un libro no es la mejor compañía pero sí es el mejor amigo que podemos tener. El mejor amigo que podemos tener seres tan miserables como nosotros.

Uno abre el libro cuando quiere por el tiempo que quiere, o que puede, que a veces es así. Puedes abrirlo y tenerlo en las manos sin leerlo porque estás ocupado en otra cosa, y no hay problema; o dejas de leer porque decides poner tu atención en algo más; el libro espera paciente tu regreso, y sigue ahí aunque tardes una semana en volver.

Puedes releer las partes que quieras las veces que quieras porque tu estupidez no alcanza a comprender lo que está escrito o porque te ha impactado sobremanera la sentencia. 

Y así como puedes pasarte leyendo el día entero si eso te place y puedes hacerlo, puedes también dejar ese libro que empezaste por meses, sin que pase nada, sólo que tengas que volver a empezar porque no recuerdas qué pasaba. O dejar el libro a la mitad porque otro te sedujo más. No hay rencores ni dramas. No pasa nada.

Podría seguir enumerando formas de interacción con un libro que trasladadas a personas serían motivo de muchísima molestia. Nadie estaría ahí para nosotros para cuando a nosotros se nos dé la gana, nadie. Cualquier persona nos mandaría al carajo.

Y además los libros no necesitan pilas ni luz, por si algo les faltara.


miércoles, 24 de abril de 2019

libro amigo


Había leído por ahí, seguramente en alguna red social, el cacareo constante sobre la conveniencia de la amistad verdadera entre un libro y un humano. Aquello de que el mejor amigo que se puede tener sea un libro. Aquí entramos en terrenos de postureo pedante por lo que los canes quedan descartados, y en asuntos de libros nadie los traería a cuenta.

El asunto es ése: el mejor amigo para una persona es un libro. Y aunque yo me siento completo al tener un buen libro en las manos o en la bolsa trasera del pantalón, si es que la leyenda de que su tamaño es para caber en el bolsillo se cumple, debo decir que no me parece que un libro sea la mejor compañía. 

Conozco personas con las que preferiría pasar el tiempo antes que con un gran clásico de la literatura, personas con las que cualquier tiempo se hace corto entre diálogos eternos, risas, bromas y miradas cómplices. Y si hay alguna embriagante bebida lubricando la charla, mucho mejor; el alcohol engrasa las palabras y las vuelve gráciles y ligeras cual experimentadas bailarinas.

Hay también personas con las que la intimidad de las caricias y los besos juguetones potencian el gusto por su compañía. Frente a estas personas tan valiosas cualquier libro queda corto.

Lo bueno de la vida es que no debemos escoger, se puede tener la dicha suprema de hacer el amor o lo más cercano a ello con una persona mágica, para luego traer a ese otro amigo de papel y quedarse callados mientras se hace otra especie de amor; pasando páginas, releyendo o subrayando frases que nos sacuden porque leemos verdades del alma que alguien más escribió, y que pareciera sacó de nuestra alma.

Pero aunque un libro no sea la mejor compañía posible, en estos tiempos parece mucho más factible hacerse con la valiosa presencia de uno que con la de otro de nuestra especie. Y para los momentos de soledad, que a veces se multiplican más de lo que se quisiera, un gran libro es la presencia más valiosa que se pudiera querer.

sábado, 20 de abril de 2019

ese mi Dylan



<Ese mi Dylan>, lo saludaban casi todos los que lo conocían en el barrio cuando lo veían pasar.

El dichoso nombrecito gringo le hacía mucha más gracia a los adultos que a los chavos de su edad. En algún momento descubrió que su nombre era el mismo que llevaba un personaje de una serie norteamericana que estaba de moda cuando sus padres eran jóvenes, de menos de quince al menos. 

<Y dónde dejaste al Brandon>, le habían dicho más de una vez, sin entender a qué venía ése otro nombre del gabacho. Resulta que Brandon y Dylan eran dos compas cabrones que mandaban en el highschool de su barrio. El highschool, siempre mal traducido como secundaria por los pendejos que cambian al español los diálogos de todas las gringaderas que nos tragamos de este lado del río Bravo. <Que no mamen>, pensaba cuando escuchaba el error el Dylan, si hasta yo me doy cuenta que están muy rucos como para ir en la secundaria. 

Los muchachos chichos de la chingadera gringa. Pero no era una chingadera, en los tiempos mozos de sus jefes todos en el país estaban pendientes de sus aventuras. Y luego eran cuñados. El Dylan se rocanrroleaba a la carnala del Brandon y al parecer no había fijón. Ese mismo día en que supo de donde había salido su nombre, supo también que ese güero encopetado tan arrogante y cool era el amor televisivo de su madre.

El Dylan. Pareciera que era imposible decir su nombre sin acompletarle con el molesto articulito. Pero qué podía hacer si para sus propios padres era así: el Dylan, siempre el Dylan. 

Pero estos héroes de Beverly Hills eran galanes. Dos güeros guapos, delgados y con sus cuerpos bien marcados, esos dos donjuanes por los que toda chava que se considerara lo suficientemente bella quería pasar por sus manos y sus labios y sus camas, o los asientos de sus coches, porque ambos tenían su propia nave para pasearse con la rubia del momento y jugar a las artes amatorias. 

Y aquí estaba la carcajada de la broma que le habían jugado sus padres al bautizarlo con el anglosajón apelativo, él no era güero, ni tenía ese cuerpo ni esa estatura, mucho menos era guapo, ya no dijéramos simpático como eufemísticamente se le nombra a los que no están tan de la chingada, bueno, al menos así se hace con las mujeres. No podía dejar de pensar que cada que algún vecino o amigo le saludaba con el tan repetido <ese mi Dylan>, en su sonrisa se camuflaba un gesto burlón que no podía evitar reír al ver y nombrar la contradicción entre nombre y fisonomía.

Pero no estaba solo en cuestiones de pesares de nombre, la colonia se había llenado casi con el mismo número de niños de nombres extranjeros de los más distintos orígenes. El Brayan, el Ian, el Maicol, el Filip, el Jordan, el Kevin, el Yobani, el Estiv, el Didier, el Ragnar, por aquello de las vanguardias, y claro, también el Brandon. 

En todos la misma broma, en todos la piel morena. En todos la reminiscencia al meme que ríe señalando que tu rostro escupe lo prehispánico de tu origen por más que tu nombre lo intente negar. Y era verdad, los espejos no mienten.

La cereza que remataba el chiste era escuchar a su papá, quizá un quince de septiembre, un poco ebrio, decir que esos pobres gringos hijosdelachingada estaban pendejos porque las verdaderas raíces y tradiciones, la cultura, las tenían ellos, los orgullosos mexicanos. 

Y quién era él para quitarle esa alegría a su orgulloso progenitor.

miércoles, 17 de abril de 2019

caminando



Voy caminando por una vereda, una vereda que creo conocer. No porque la haya transitado antes sino porque sé hacia donde quiero ir y este es el camino que me llevará hasta allá. Camino entre árboles y arbustos, sin demasiada dificultad. Hay trechos que son fáciles de andar, casi lisos, planos, seguros. Es un camino conocido en su mayoría. De alguna forma me siento seguro aunque no sepa qué vendrá después ni cuánto falta por caminar.

Pero en un cierto momento tomé otra vereda y me desvié del camino seguro. No sé decir en qué momento, no me di cuenta que mi ruta se bifurcaba y debía elegir. Sólo seguí caminando, y ahora estoy intentando andar por un lugar tenebroso y desconocido. 

Si dejo de lado mi miedo y miro lo que me rodea puedo ver que no es un lugar desconocido aunque siga siendo sombrío. Conozco casi todo lo que me rodea, aunque hay partes del paisaje que tenía demasiados años sin recordar. El lugar me muestra cosas dolorosas, cosas que quizá deseaba olvidar, dejar sepultadas bajo una montaña de trivialidades; pero, lo comprendo luego, cosas sin las cuales no podré terminar el recorrido.

No logro entender cómo llegué aquí. Sé que conscientemente hubiera intentado seguir sin pasar por aquí, sin recorrer la tenebrosa vereda. Parece que los hubieras estúpidos se resisten a abandonarme, ¿o yo a ellos? 

Y entre mis pasos y mis tanteos encuentro una puerta bastante perdida que no dudo mucho en abrir. Apenas he abierto una rendija y ya me ha invadido un asfixiante sentimiento de vergüenza. 

Ya estoy aquí. Debo mirar.

jueves, 11 de abril de 2019

vanidades, y algo más


La verdad es que extraño a mis lectores. Sé que es pura vanidad pero es la verdad. Será que en realidad los escritores somos unos vanidosos sin redención o es sólo cosa mía. No lo sé, pero echo de menos ver ese número de visitantes que antes veía, comparado con el pequeño número de lectores que pasa por aquí ahora.

Y es sólo un asunto de desproporción. Porque el hecho de que 25 personas estén interesadas en leer lo que sale de mi cabeza debería parecerme increíble, y cuando lo razono y veo esos números con ojos un poco objetivos, puedo ver que sí es bárbaro que tanta gente tenga interés en entrar al blog en este mundo lleno de mierda más atractiva.

El detalle, como en muchas otras cosas, son las comparaciones (cuántos hombres viven obsesionados con ellas). Los lectores de meses atrás eran entre 70 y 100, en ocasiones, hasta 150 en alguna entrada interesante.

Y la cosa es que esta insulsa preocupación se contradice totalmente con aquello que publiqué hace 500 entradas, hace casi seis años; donde decía que el chiste y el placer era escribir, no que alguien te leyera.

Pero es que es tan jodidamente lindo que un desconocido te diga que le ha gustado lo que escribiste, que alguien señale que le gusta tu forma de escribir, o que alguien más te confiese, no sin algo de rubor, que le gusta leerte aunque le da pena comentarte, pero que quería que lo supieras.

Y la verdad es que estoy contento escribiendo mis cosas, haciendo versos a veces. Que me hace feliz ver esas visitas desde Chile, Argentina o España. Y que es verdaderamente un placer tener amigos surgidos de las letras. Gracias a todos los que me acompañan, los abrazo con cariño.


domingo, 7 de abril de 2019

Entre Fanfarrones

Estas son otras décimas. En un principio no lo eran, había escrito tres cuartetos (que no se llaman cuartetos por su medida, pero no recuerdo el nombre) pero por el tono del poema me pareció más pertinente jugar con las décimas. Creo que el mensaje es claro, la red está llena de mierda disfrazada de poesía, mientras los espectadores no pueden diferenciar entre Sabines y Quetzal noah, o cualquier otro escribiente de pacotilla.

Nunca faltan fanfarrones
que se vistan de poetas,
se sientan grandes estetas
plagiando versos simplones.
Claro, tienen sus razones:
calzarse de intelectuales,
cumpliendo simples rituales
de reescribir malos versos:
folios huecos sin reversos,
simples palabras triviales.

Genes creen tener ellos
de Baudelaire y Sabines,
pero fácil los defines
en patéticos Coehlos*,
grandes poetas de aquellos,
que no tienen parangón,
puro poeta chingón;
sólo escribiente maldito.
Como Bukowski son hito:
no tienen comparación.

Les diré con gran zozobra
que estos farsantes del verso
tienen público diverso,
gente devota de sobra;
que no distingue una "obra"
de cualquier perogruyada,
gente que vive engañada
por merolicos virtuales,
payasos de carnavales,
y se conforman con nada.

¡Ay! nuestra pobre poesía,
le han mancillado la casa,
cualquiera entra y se propasa
con su vil bisutería.
Y entre tanta porquería
lo bueno queda escondido;
el talento ahí perdido
entre el lodo no se nota;
menos lo nota un idiota
por las redes confundido.


viernes, 5 de abril de 2019

divagues y anhelos



Creo que entre esas ideas tontas que cruzan nuestra cabeza cuando somos muy jóvenes, es que deseamos, si es el caso de la literatura, escribir un gran libro que se convierta en un gran éxito: económico y literario, aunque preferentemente económico. O ser un pintor famoso o un gran cineasta. El arte siempre es glamoroso.

Los años traen perspectiva y madurez y nos dan una cara de la vida que en esos años juveniles no podríamos haber tenido de ninguna forma, y creo que también nos dan, si es el caso, la madera necesaria para tallar lo que llevamos dentro y poder expresarlo con algo de lucidez.

Debo reconocer que de más joven, cuando quería convertirme en cineasta, aunque no lo expresara y a nadie se lo dijera, dentro de mí, quería hacer una gran película, lo que trae consigo cierto renombre y fama; con los que tengo una relación de amor/odio.

Pero si la vanidad nos hacía fantasear con vidas donde el éxito y la fama nos sonreían, a las generaciones de ahora no sólo le guiñan el ojo. Hay actualmente un porcentaje inmenso de adolescentes que ansían con todo su corazón convertirse en youtubers o celebridades del internet, incluso con protagonizar un bochornoso video viral, que ya se ha visto demasiado que la fama ahora se alcanza hasta por las más insulsas causas. Y el talento no es necesario, bendito dios.

Finalmente, una de las personas más famosas y admiradas (sí, hay millones que la admiran) del planeta es Kim Kardashian, cuyo talento es, creo, haberse hecho no sé cuántas operaciones y mover su gran culo. Y, hay un ejército de incultos aplaudiendo esas banalidades y glorificando a cada mediocre que se cree dios.

Pero bueno, vanidad es vanidad.


martes, 2 de abril de 2019

de pestes



Se dice en "La vida de David Gale" que el que te denuncien por violación equivale a pisar mierda. Aun si retiran la acusación la peste persiste. No importa si es una calumnia o una verdad, el daño ya quedó ahí, y a diferencia de la mancha de mierda, el tiempo no se lleva la hediondez.

La madrugada de ayer se suicidó Armando Vega Gil, músico y escritor mexicano, integrante de la mítica Botellita de Jerez; un guacarrocker sesentón que hacía disfrutar a cualquiera con mente juguetona con lo que dejaba salir por sus dedos.

El motivo del suicidio es un tuit anónimo en el que se le acusa de haber acosado sexualmente a una niña de trece años hace catorce años. Él dijo no haberlo hecho, la "valiente anónima" asegura que sí. ¿A quién creerle?

La verdad es que el hecho y su contexto me han impresionado, me han dado bastantes cosas en qué pensar. Sé perfectamente del abuso de poder ligado a la sexualidad que permea este país y de todos los excesos cometidos tras esa implacable ansía de sexo que el poder acrecenta; y me gustaría que hubiera castigos ejemplares y penas severas, como castración a quien viola. Pero también sé que hay quien miente para dañar y quien en su venganza no le importan daños colaterales. Y vuelvo a recordar a David Gale.

No puedo evitar recordar a la infame Karla Souza describiendo cómo para poder conseguir papeles como actriz seducía a los productores, enseñando piernas o pestañeando coqueta, prometiendo lo que al final no daría, o quizá sí, si el papel lo ameritaba.

Dentro de todo, coincido con el buen Hueva Vil: más vale un final terrible que un terror sin final. 

Descansa en paz guacarrocker.