Esta es una entrada triste, triste para
mí, por supuesto. Pero escribir exorciza, al menos es terapéutico. Igual y
hasta puede poner las cosas en perspectiva.
Quien me lee con regularidad sabe que
estuve casado y que tengo un hijo. También que tengo una novia que amo y que me
ama, a pesar de conocerme, lo que le agradezco como no tienen idea. Apareció en
mi vida pocos meses después de la separación, pero fue hasta meses más
adelante, que se convirtió en una persona especial y que me enamoré de ella:
que abordó mi cabeza y se instaló cómoda a sus anchas.
Contrario a lo que me han vendido la
televisión y el cine, Gil siempre la aceptó. Desde el primer día hicieron
buenas migas, y puedo decir que son buenos amigos. Se cayeron bien desde un
principio (han descubierto, divertidos, que tienen cosas en común: los dos son
hijos de padres divorciados, ninguno de los dos fue bautizado, los dos se
parecen a su papá, ambos le van al Barcelona). Fue una maravillosa sorpresa no
tener que lidiar con eso. Podemos pasar grandes momentos los tres juntos,
jugando un juego de mesa o viendo una película.
Pero no todo en la vida puede ser miel
sobre hojuelas. Cuando comencé a andar con Tamara, como se pueden imaginar, era
el hombre más feliz de la tierra. Estúpidamente, quise que mis padres me vieran
feliz y que conocieran a la persona responsable de ello, que convivieran con
ella. Así que la llevé varias veces a comer a su casa. Otra sorpresa, sólo
desprecios y malas caras obtuvo por respuesta mi nuevo amor, indiferencia y
frialdad. Mala leche derramada vil y cínicamente. Otro costal de tristeza sobre
mis débiles hombros.
Y bueno, lo entendería, si yo hubiera
botado a mi familia para irme con otra mujer. Si no me hubiera importado mi
hijo por buscar la novedad de otro cuerpo. Pero no. Yo fui el botado.
Y el iluso que pensó que a sus padres les
daría gusto verlo feliz con alguien más.
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