El
primer texto, es un cuento que escribí en 2002, hace casi 12 años. Me animé, después
de mucho pensarlo, venciendo mis fantasmas, a inscribirlo en el concurso de
cuento de la escuela. Para mi sorpresa gané el primer lugar en cuento corto,
cosa que me dio mucho gusto. Lo transcribí ahora, porque apenas encontré una
copia con anotaciones de una amiga. Dejé el texto del cuento tal como fue
escrito, sólo le cambié puntuación, que creo que sí le fallaba un poco.
El
segundo texto lo escribí hace como dos años, nada más porque me dieron ganas de
hacerlo. Fue la tercer entrada que publiqué en el blog, como tenía como dos
seguidores, casi no fue leído.
Los
posteo ahora juntos, porque a pesar de la distancia, van de la mano. Ahí están
mis obsesiones y lugares comunes. Espero que les gusten.
Yo y el saco
El encuentro era inevitable. Ninguno de los dos deseaba hacer
lo que por obligación social, coercionada por llanto clamando justicia
elemental, teníamos sin remedio que llevar a cabo. Esa reticencia mía:
evidenciada en mi mirada y un no sé qué en mi boca, que no estaba de acuerdo;
un extraño entre fruncido y jalado del labio superior sobre su contraparte.
Aunque el color azul siempre me gustó, de hecho es de mis
preferidos, y debía reconocer que no me veía mal en ese estilo convencional,
prolongaba, dando vueltas en mi habitación, el momento en que los grilletes de
las mangas caerían sobre mí, las hombreras pincharían mi espalda sin cesar y mi
cuello perdería su libertad. El parecido entre la corbata y la horca no
escapaba a mis cavilaciones, inútiles al fin y al cabo, porque ya había
aceptado de palabra, conciencia de por medio.
El alarido violento de mi madre apresuró mi accionar y mutiló
mis rodeos. Rápido, una manga, la otra, el nudo en la corbata o el intento de
él, listo, eres todo un caballero. Pares de escaleras en picada, estoy afuera,
listo. Mis papás dicen que me veo bien, listo; aunque viniendo de ellos eso es
más subjetivo que un dogma de fe, pero no importa, estoy listo para mi
incursión en sociedad.
Pasó sin contratiempo la monotonía de la misa. El largo y
redundante sermón del padre que te hacía soñar con un futuro maravilloso para
los ahora esposos; seguro les decía lo mismo a todas las parejas. Porque,
cuántos discursos nupciales podía tener en su repertorio, palabras más,
palabras menos, da igual. Los anillos y las utópicas declaraciones de amor
incondicional. Todo en orden, nadie tuvo motivos para interrumpir el enlace.
Los novios ahora era más felices, o debían serlo. Los aplausos. Las fotos. Los
abrazos. Las sonrisas falsas y sinceras mezcladas en una amalgama feliz. Qué
bello era todo.
Los padres de la feliz pareja no escatimaron en gastos, el
salón y los adornos eran fastuosos o intentaban serlo. Porque siempre entre el
intento del buen gusto y las propias manías, se cuela algún rasgo de naquez.
Por qué la gente se empeñará en querer realizar la boda perfecta; al fin y al
cabo se olvida, así sea la mejor o la más risible, la gente siempre encuentra
pelos en la sopa. Nada es totalmente bello, nada es suficientemente bueno para
el ser humano, siempre voraz, nunca satisfecho; demasiado hábil para hallar
desperfectos ajenos (parte de esa segunda piel de la que nadie puede
despojarse: el egoísmo).
Momentos antes de que los meseros empezaran a servir la sopa,
después de haber bailado ridículamente para “deleite” de los presentes, intenté
quitarme el saco, las mangas de camisa son bastante más funcionales y cómodas.
Las manos en las solapas y arqueando los hombros hacia atrás, al mismo tiempo
que las manos tratan de desprenderse del estorbo.
Extrañamente, vuelvo a la posición de inicio. Nada cambió.
Mis manos siguen a la altura de mis hombros, qué pasa, vuelvo a intentar, no
puedo, como cuando estás bastante adolorido por ejercicio tras un largo
intervalo de tiempo sin hacerlo, y tu cuerpo no te obedece o no te puede
obedecer. La repetición del intento del movimiento es inútil. ¡No me puedo quitar
el saco! No pido ayuda, creo que puedo resolverlo solo. Siempre creemos eso. Es
más la turbación que me provoca no poder quitarme el pinche saco. A ver, esto
no está pasando, ahorita me lo voy a poder quitar.
Comienzo a sudar. Hace calor con tanta gente y el esfuerzo
que hago no es pequeño. Siento las saladas gotas resbalando lentamente por mi
frente. Me desespero. Es estúpido que esto pase. Será un sueño. No manches.
Intento calmarme. Lo vuelvo a intentar con el mismo resultado que estalla mis
nervios. Estoy desesperado. Estoy más que desesperado. Mi madre nota mi
turbación, pero antes de que termine su pregunta sobre mi estado, la interrumpo
diciendo que no es nada, que estoy bien, ¡no me pasa nada mamá!: la salida
fácil de todos los días.
Será que alguien puso pegamento en el saco o en mi camisa. No
creo, qué tontería, uno siempre inventa razones tontas cuando no encuentra
explicaciones a sus problemas, desde que el ser humano es ser humano, o intenta
serlo. Vuelvo a recorrer mentalmente todo mi itinerario previo, una y otra vez,
¿hice algo raro?¿será que maldije demasiado al ponérmelo y esto es un castigo
divino? Una vez más la muestra de lo pequeño que soy: ante lo inexplicable, las
respuestas fantásticas son las mejores, por lo menos te distraen.
¡No puedo quitarme el saco! ¿Por qué? ¿Qué tienes hijo, estás
preocupado? No… no tienes nada… si tienes algo… tienes una cara que no te
aguantas. Ya, dime que tienes. Quítate el saco, que no tienes calor, hasta
estás sudando. Qué, qué gracioso mi amor, jjajajaja, que raro que bromees
estando tan molesto. Ya, ya estuvo bien, no lo dices en serio, yaaaa, deja de
jugar. ¿Estás seguro?
Ya la mitad de la concurrencia está enterada de mis
infortunios. Todos me observan, y en sus caras veo algo que no lástima ni
empatía, una mezcla entre incredulidad y desprecio. Pobre tipo, por algo pasan
las cosas. Bueno, en realidad no me importa mucho lo que piensan esas gordas
señoras o esos tipos envaselinados, pero aun así es muy incomoda la forma como
no dejan de mirarme. La fiesta transcurre feliz para todos, tienen una
diversión extra sin costo.
Ya no trato de quitarme el saco. Una especie de pesimismo con
respecto a este bochornoso asunto me oprime. No me dan ánimos de intentarlo
otra vez. Tal vez mañana me lo pueda quitar sin problema. Tal vez mañana ya
nadie lo recuerde. Aunque si lo pienso bien, ya me estoy acostumbrando al saco.
Me choca usar trajes
Me choca usar trajes. Sería una gran mentira decir que
siempre me ha chocado, porque a cierta edad, 16 o 17 años, el uso de un traje
en una fiesta, era símbolo, al menos para mí, de estar a punto de alcanzar la
tan entonces añorada adultez. Una estupidez, por cierto. Pero solamente una de
tantas por venir. Pero bueno, estaba yo señalando que me resulta insoportable
ponerme un traje. Y mucho más, si aparte hay que usar corbata. Eso es el
acabose. Al ya mencionado martirio del trajecito, agregarle el estar con el
cuello aprisionado, no es lo más cómodo que puede uno vestir, al menos desde mi
punto de vista.
Pero, dirán los que me conocen, que es lo más lógico para
un fodongo de mi categoría: que no me gusten los trajes. Eso no lo voy a negar.
Aunque más bien mi argumento girará en torno a lo monótonos y uniformes que
resultan los mentados trajecitos. Me explico: siempre es el mismo modelito; no
importa si trabajas en un banco, si eres vendedor u oficinista; si vas a una
boda, quince años o bautizo; si eres el jefe de meseros, o el que echa las
lucesitas afuera del table; el gerente del cine, diputado, senador o otro tipo
de político. En todos los casos se usa el mismo traje. Siempre el mismo modelo.
Todos iguales: pantalón, camisa, saco y corbata; a veces chaleco, pero de lejos no se nota casi. Claro que el
precio de los trajes de los susodichos personajes no es el mismo. El traje que
debe comprar el acomedido y a veces molesto vendedor de Liverpool, no cuesta ni
la cuarta parte del traje del diputado, que hasta a la medida puede estar
hecho. Eso está claro. Pero de lejos, los dos se ven iguales. Eso que ni qué.
Qué de diferente puede sentir el gerente del banco al
vestirse para una fiesta el sábado. Si de lunes a viernes también se puso
traje. O será acaso que tiene sus trajes de diario y sus trajes de fiesta, más
bonitos éstos últimos. Será posible eso. Yo lo dudo, pero quien sabe, tendré
que preguntar al respecto.
Pero
el caso es, que a comparación de las mujeres, los hombres estamos condenados a
usar siempre el mismo atuendo. Puede variar el color, pero eso es todo, y de
hecho no mucho, porque entre los trajes elegantes, aparte de negro y azul
marino, no hay mucho hacia adonde hacerse.
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