Un caluroso día de verano, nos resguardamos en la abundante sombra de los altísimos árboles del parque municipal, el mismo al que nos llevaban de niños, con sus inconfundibles peces de piedra; lo mismo banca que cama, que obstáculo para trepar.
Checo y Arón contra Gil y yo. Las porterías improvisadas con
pequeñas varas clavadas en la tierra, algo mojada por las abundantes lluvias de
los últimos días. Un gol, otro gol y otro más. Los niños evolucionando poco a
poco, haciendo más interesante el juego. Llegará un día en que sucumbiremos a
sus gambetas y quiebres, se cobrarán los burles recibidos. Nosotros nunca hemos
sido buenos futbolistas, simplemente le echamos ganas, que el chiste es pasar
un rato agradable.
Llegaron a los 15 goles pactados ellos, nosotros nos quedamos
en 14. Sudados y adoloridos, pero satisfechos, vamos a refrescarnos con el agua
de limón que nos preparó mi tía Lupita, ahora Pita pa los cuates: sus nietos,
sus hijos, Gil y yo.
Le doy el primer trago a la deliciosa agua de limón, y me sucede
lo que a Antón Ego cuando prueba el Ratatouille de Remy: mi imaginación se
funde a mis recuerdos y olfato para llevarme a ese primer verano en que jugamos
beisbol con Don Rigo y el Señor Ricardo, en los hermosos campos de la liga pequeña
Matlatzinca. El señor Ricardo llevaba una jarra grande de agua de limón, que
nos compartía al terminar el entrenamiento.
El delicioso sabor del agua, mi cuerpo cubierto de sudor y el
verano sofocante. Rodeado de gente querida. Supongo que tenía que bastar para
despertar el recuerdo que dormía por ahí, en algún rincón de mi cerebro, que ha
ya olvidado tantas cosas.
O sería la misma forma de hacer el agua, licuando los limones
con sus cáscaras, el tiempo preciso para que no se amargue.
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