Me choca usar trajes. Sería una gran mentira decir que
siempre me ha chocado, porque a cierta edad, 16 o 17 años, el uso de un traje
en una fiesta, era símbolo, al menos para mí, de estar a punto de alcanzar la
tan entonces añorada adultez. Una estupidez, por cierto. Pero solamente una de
tantas por venir. Pero bueno, estaba yo señalando que me resulta insoportable
ponerme un traje. Y mucho más, si aparte hay que usar corbata. Eso es el
acabose. Al ya mencionado martirio del trajecito, agregarle el estar con el
cuello aprisionado. No es lo más cómodo que puede uno vestir, al menos desde mi
punto de vista.
Pero, dirán los que me conocen, que es lo más lógico para
un fodongo de mi categoría: que no me gusten los trajes. Eso no lo voy a negar.
Aunque más bien mi argumento gira en torno a lo monótonos y uniformes que
resultan los mentados trajecitos. Me explico: siempre es el mismo modelito; no
importa si trabajas en un banco, si eres vendedor u oficinista; si vas a una
boda, quince años o bautizo; si eres el jefe de meseros, o el que echa las
lucesitas afuera del table; el gerente del cine, diputado, senador o algún otro tipo
de político. En todos los casos se usa el mismo traje. Siempre el mismo modelo.
Todos iguales: pantalón, camisa, saco y corbata; a veces chaleco, pero de lejos no se nota casi. Claro que el
precio de los trajes de los susodichos personajes no es el mismo. El traje que
debe comprar el acomedido y a veces molesto vendedor de Liverpool, no cuesta ni
la cuarta parte del traje del diputado, que hasta a la medida puede estar
hecho. Eso está claro. Pero de lejos, los dos se ven iguales. Eso que ni qué.
Qué de diferente puede sentir el gerente del banco al
vestirse para una fiesta el sábado. Si de lunes a viernes también se puso
traje. O será acaso que tiene sus trajes de diario y sus trajes de fiesta, más
bonitos éstos últimos. Será posible eso. Yo lo dudo, pero quién sabe, tendré
que preguntar al respecto.
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