Hace un año aproximadamente, en una dichosa comida familiar,
me increpaban algunos primos, recriminándome, que tal vez ahora yo era “un
rebelde”, o un “ateo”, o alguien que lleva siempre la contraria; pero que
cuando era niño, siempre fui un “niño de mamá”, bien portado y aburrido,
remilgoso y relamido. La verdad es que no sé de dónde salió la querella, la
recriminación, pero llegó.
El caso es que, como le comentaba a algunos amigos, acerca de
mi escrito anterior, yo siempre fui un niño bien portado: con las mejores
calificaciones, nada travieso, quietecito; un niño que hacía lo que se esperaba
de él (bueno, lo que se esperaba, si no querías tener problemas). Además, con
unos padres que no permitirían que sus hijos se salieran del redil.
La respuesta a mis primos fue: Bueno, y que esperaban que fuera, con los padres que tuve: un padre
gruñón malhumorado, que no preguntaba razones, se limitaba a tomar su chancla o
cinturón y darnos en las nalgas. Y una madre sobreprotectora y castrante. Pero
además, ese era yo. Mi segunda
respuesta fue: Pues qué quieren así era
yo antes. Siempre fui un niño tranquilo. Dice mi madre que en vez de llorar
cuando tenía hambre, me limitaba a lamer mi dedo. Imagínense nada mas.
Toda esta historia viene a cuento, porque quería yo marcar un
contexto. La gran sorpresa o decepción que se habrán llevado mis padres, al ver
en qué me había yo convertido, después de haber sido el modosito niño que fui.
Supongo que habrá tenido algún indicio mi madre, cuando la orientadora de la
secundaria, le dijo que yo era un mustio: que tal vez era bien portado en la casa,
pero que ahí no era así. Además le daba coraje a la orientadora, que a pesar de
ser ya muy desmadroso, tenía muy buenas notas: se limitaba a decir: podrías
tener mejores calificaciones. Válgame dios.
Sólo quería puntualizar esto. No fui, como algunos
amablemente me han comentado, un rebelde, o alguien diferente. No lo fui. Sólo
he sido yo mismo, aunque el cliché sea grande.
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