miércoles, 2 de diciembre de 2020

del amor

Esto no lo he escrito yo. Es un fragmento del subrayado que hice en los dos últimos libros que leí (que había leído hasta ese momento): "En busca de Klingsor" de Jorge Volpi y "Diablo guardián" de Xavier Velasco, ambos libros premiados en su momento. Como ya señala el título del posteo, los extractos hablan sobre el amor. Sobre qué más. Del primer libro son frases recopiladas a lo largo de éste y del segundo, dos pedazos de un capítulo:


El amor es un largo camino de búsqueda pero, cuando finalmente llegamos a la meta, resulta un tanto decepcionante. Si uno quiere algo con desesperación, lo peor que le puede ocurrir es obtenerlo rápidamente.

No lo sé, a veces quiero pensar que el amor sí importa. Se trata de algo tan irracional, tan equívoco, que sólo existe porque nos obstinamos en creer en él.

El amor es sólo un anzuelo que ellas lanzan para hacernos cumplir su voluntad.

¿La amaba? ¿Podía saberlo? Es fácil comprobar que uno está enamorado: es una sensación física tan reconocible como el dolor de cabeza, la fiebre o el vómito… Se siente en el cuerpo como una enfermedad o un sobresalto. ¿Pero amar? Eso está más cerca de la fe –y por lo tanto de la mentira– que de la convicción.

¿Y qué es el amor sino la mayor de las elecciones? Cada vez que uno decide amar a una mujer, en el fondo está optando sólo por una posibilidad, eliminando, de tajo, todas las demás… ¿No les parece una perspectiva aterradora? Con cada una de nuestras elecciones perdemos cientos de vidas diferentes… Amar a una persona significa no amar a muchas otras…

En un mundo sin certezas absolutas, ni siquiera el amor se salva de la duda. Digamos que considera altamente probable que su amor sea cierto… Es a lo único que podemos aspirar.

Los enamorados son los profetas más perversos, los héroes más tristes, los iluminados más ciegos. Defienden su amor como la única verdad posible, como lo único que importa en el universo, como la religión suprema y, en su nombre, someten a los demás con la misma fuerza y la misma violencia de los dictadores y los verdugos. Su verdad, creen ellos, los salva. Su dogma les permite corromper y destruir, lesionar e inutilizar, decidir, por sí mismos, la suerte de quienes les rodean.

Por desgracia –lo sé muy bien–, el amor es una maldición que no sólo nubla el entendimiento, sino que destruye el alma. En el fondo, lo único que deseaba Bacon era estrecharla de nuevo contra su cuerpo, llenarla de besos y hacerle el amor como nunca antes, como nunca después…

 

 

Pero ¿cuándo el amor es propiamente amor? ¿Puede uno amar a quien le acompañó por una hora? ¿Por dos horas, dos meses, dos años, dos minutos? ¿Se ama a quien se conoce, justamente por eso, o es quizás al revés: conocemos para mejor desconocer, y así poder amar sin el estorbo de la realidad? ¿No es cierto que quienes más se aman son a veces quienes menos se conocen? Ni una sola de estas preguntas se plantea jamás para buscar respuesta verdadera. Ninguna la tiene, ni la tendrá, a menos que uno decida imponérsela, casi siempre de acuerdo con su más absoluta inconveniencia. Incluso sin respuesta, lanzadas al espacio estratosférico de los propios insomnios, las preguntas que apuntan hacia la probable existencia del amor suelen aparecer cuando no queda tiempo, ni voluntad, ni siquiera osadía para ponerlas en duda. Preguntarse si por casualidad se ama equivale a plantear una alternativa entre felicidad y desdicha, buena y mala fortuna, besos y bofetadas. Se elige ser feliz, besado, afortunado, aun en la certeza de que sucederá lo opuesto, igual que se le dice "que te vaya bien" a un enfermo terminal. Elegimos a veces a costillas de la conveniencia y el sosiego, por razones tan inaccesibles como irracionales, por eso las preguntas laten sin respuestas, y al final son capaces de aceptar cualquiera. El amor es lo más parecido a las mentiras. Justifica u opaca a la razón, por derecho o torcido que parezca, no requiere de justificaciones, se reproduce a la menor provocación y exige todo el crédito del mundo. Además de que nadie o casi nadie puede vivir tranquilo en su total ausencia. Por eso, cuando vienen las preguntas, lo hacen acompañadas de su correspondiente hilera de respuestas obvias. Sí. Claro. Por supuesto. Para siempre. ¿Por qué no? Cualquier cosa con tal de no quedarse en esta orilla solitaria, qué más da si después del amor está la nada. ¿O es que alguien está aquí sin entender que al final de la vida no queda más que la muerte?


El inglés necesita de un verbo fatalista para emplear la expresión <enamorarse>: to fall. O sea que el enamorado no exactamente asciende a un estado superiror, sino al contrario: cae. Tropieza, se distrae, es entrampado. Cae, igual que Luzbel. Si Cristo hubiese dicho Enamoraos los unos a los otros, ya estaríamos todos viviendo en el Infierno. Pero sería injusto concluir que Amor y Averno son instancias iguales o siquiera equivalentes. El diablo de allá abajo y el diablo del amor podrán ser parientes, y en un momento socios, pero sus métodos difieren tanto como la horca del veneno, el sable del cuchillo, el cañon de la trampa.

 



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