No le tengo miedo a la muerte. Ni a envejecer. No entiendo
esa paranoia enferma de temer cumplir años, de negar la edad. Que si casi
tienes 30, o 40. Lo preocupante en todo caso sería tener 30 y parecer de 40:
verte muy jodido y nada radiante.
De niño le temía a la muerte. Pero más bien era un temor a no
saber qué es lo que iba a pasar cuando muriera. Si acaso sería una eternidad
acostado en un ataúd, sintiendo el paso lentísimo del tiempo. Eso me asustaba.
Eso me imaginaba. Me veía encerrado en un ataúd, despierto.
Cuando tenía como 18 o 20 años, vanidosamente, pensaba en qué
pasaría si muriera. Qué haría la gente.
Si se pondrían tristes o les valdría madres. Fueron varios meses, en los que
pensaba que podría morir joven.
Ahora lo único que me preocupa a ese respecto, es que mi Gil
se quede sin su padre. Pero eso es lógico. Debe ser una preocupación universal
de todo padre, bueno, de casi todos.
Me gusta la concepción que tienen ciertas culturas
ancestrales, llámense nativos norteamericanos o asiáticos, o de cualquier otra
cultura. La idea de que una vez que mueren tus ancestros, cuidan tu andar y el
de los tuyos. Que cuando tú mueras, protegerás a tus descendientes.
Me parece de una lógica abrumadora. Quién más podría tener
interés en resguardarte, en protegerte. A quién más le preocuparían tus malos
pasos. Sólo a ellos.
Con igual lógica veo a quienes adoran a La santa Muerte.
Quién más justo que la muerte, más imparcial. La muerte es nuestra única
certeza, lo único que en realidad nos hermana. A quién mejor encomendarse que
a la dama blanca. Quién más podría
prolongar o preservar tu vida.
Pero como he dicho, sólo es un razonamiento lógico. De mi
lógica. Me suena más coherente que un Dios que es uno y tres a la vez, padre e
hijo de la misma purisisisima mujer.
Que finalmente yo no le rezo a nadie.
No hay comentarios:
Publicar un comentario